lunes, 6 de febrero de 2012

La Partícula Divina







La Partícula Divina
Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?

Leon Lederman
Dick Teresi

Traducción al español de Juan Pedro Campos














Crítica
Grijalbo Mondadori
Barcelona

Título original:
THE GOD PARTICLE
If the Universe Is the Answer,
What Is the Question?
Houghton Mifflin Company, Nueva York

Diseño de la colección y cubierta: ENRIC SATUÉ
Ilustraciones:
Mary Reilly
© 1993: Leon Lederman y Dick Teresi
© 1996 de la traducción castellana para España y América:
Marzo de 2007: Obra agotada
CRÍTICA (Grijalbo Mondadori, S.A.), Aragó 385. 08013 Barcelona
ISBN: 84-7423-759-9
Depósito legal: B. 22.651-1996
Impreso en España 1996
HUROPE, S.L., Recared, 2, 08005 Barcelona



A Evan y Jayna

Me gustan la teoría de la relatividad y la cuántica porque no las entiendo, porque hacen que tenga la sensación de que el espacio vaga como un cisne que no puede estarse quieto, que no quiere quedarse quieto ni que lo midan; porque me dan la sensación de que el átomo es una cosa impulsiva, que cambia siempre de idea.
D. H. Lawrence



Dramatis personae

Atomos o á-tomo: Partícula teórica inventada por Demócrito. El á-tomo, invisible e indivisible, es la menor unidad de la materia. No hay que confundirlo con e llamado átomo químico, que sólo es la menor unidad de cada elemento (hidrógeno, carbono, oxígeno, etc.).
Quark: Otro á-tomo. Hay seis quarks, cinco descubiertos ya y uno tras el que aún se andaba en 1993 [su descubrimiento se anunció en 1995]. Cada quark puede tener uno de tres colores. Sólo dos de los seis, el up y el down, existen hoy de forma natural en el universo.
Electrón: El primer á-tomo que se descubrió, en 1898. Como todos los á-tomos modernos, se cree que tiene la curiosa propiedad de un «radio cero». Pertenece a la familia leptónica de á-tomos.
Neutrino: Otro á-tomo de la familia leptónica. Hay tres tipos diferentes. Los neutrinos no se usan para construir la materia, pero son esenciales en ciertas reacciones. En el concurso minimalista, ganan: carga cero, radio cero y muy posiblemente masa cero.
Muón y tau: Estos leptones son primos del electrón, sólo que mucho más pesados.
Fotón, gravitón, la familia W+, W y Z0 y los gluones: Son partículas, pero no de la materia, como los quarks y los leptones. Transmiten, respectivamente, las fuerzas electromagnética, gravitatoria, débil y fuerte. El gravitón es la única que no se ha detectado todavía.
El vacío: La nada. También lo inventó Demócrito. Un lugar por el que los átomos pueden moverse. Los teóricos de hoy lo han ensuciado con un popurrí de partículas virtuales y otros residuos. Denominaciones modernas: vacío y, de vez en cuando, éter.
El éter: Lo inventó Isaac Newton, lo volvió a inventar James Clerk Maxwell. Es la sustancia que llena el espacio vacío del universo. Desacreditado y arrumbado por Einstein, hay está efectuando un retorno nixoniano. En realidad es el vacío, pero cargado de partículas teóricas, fantasmales.
Acelerador: Dispositivo que incrementa la energía de las partículas. Como E = mc2, un acelerador hace que sean más pesadas.
Experimentador: Físico que hace experimentos…
Teórico: Físico que no hace experimentos
Y presentamos a…

La Partícula Divina
También llamada la partícula de Higgs,
alias el bosón de Higgs,
alias el bosón escalar de Higgs.


1
El balón de fútbol invisible

Nada existe, excepto átomos y espacio vacío; lo demás es opinión.
Demócrito de Abdera

En el principio mismo había un vacío —una curiosa forma de estado de vacío—, una nada en la que no había ni espacio, ni tiempo, ni materia, ni luz, ni sonido. Pero las leyes de la naturaleza estaban en su sitio, y ese curioso estado de vacío tenía un potencial. Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso…
Esperad un minuto.
Antes de que caiga el peñasco, tendría que explicar que en realidad no sé de qué estoy hablando. Una historia, lógicamente, empieza por el principio. Pero este es un cuento acerca del universo, y por desgracia no hay datos del Principio Mismo. Ninguno, cero. Nada sabemos del universo antes de que llegase a la madura edad de una mil millonésima de una billonésima de segundo, es decir, nada hasta que hubo pasado cierto tiempo cortísimo tras la creación en el big bang. Si leéis o escucháis algo sobre el nacimiento del universo, es que alguien se lo ha inventado. Estamos en el reino de la filosofía. Sólo Dios sabe qué pasó en el Principio Mismo (y hasta ahora no se le ha escapado nada).
Esto, ¿por dónde íbamos? Ah, ya…
Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso, el equilibrio del vacío era tan delicado que sólo hacía falta un suspiro para que se produjera un cambio, un cambio que crease el universo. Y pasó. La nada estalló. En su incandescencia inicial se crearon el espacio y el tiempo.
De esta energía salió la materia, un plasma denso de partículas que se disolvían en radiación y volvían a materializarse. Ahora, por lo menos, estamos manejando unos cuantos hechos y un poco de teoría conjetural.) Las partículas chocaban y generaban nuevas partículas. El espacio y el tiempo hervían y espumaban mientras se formaban y disolvían agujeros negros. ¡Qué escena!
A medida que el universo se expandió, enfrió e hizo menos denso, las partículas se fueron juntando unas a otras y las fuerzas se diferenciaron. Se constituyeron los protones y los neutrones, y luego los núcleos y los átomos y enormes nubes de polvo que, sin dejar de expandirse, se condensaron aquí y allá, con lo que se formaron las estrellas, las galaxias y los planetas. En uno de estos, uno de los más corrientes, que giraba alrededor de una estrella mediocre, —una mota en el brazo en espiral de una galaxia normal— los continentes en formación y los revueltos océanos se organizaron a sí mismos. En los océanos un cieno de moléculas orgánicas hizo reacción y construyó proteínas. Apareció la vida. A partir de los organismos simples se desarrollaron las plantas y los animales. Por último, llegaron los seres humanos.
Los seres humanos eran diferentes fundamentalmente porque no había otra especie que sintiese tanta curiosidad por lo que le rodeaba. Con el tiempo hubo mutaciones, y un raro subconjunto de personas se puso a merodear por ahí. Eran arrogantes. No se quedaban satisfechos con disfrutar de las magnificencias del universo. Preguntaban: ¿Cómo? ¿Cómo se creó? ¿Cómo podía salir de la «pasta» de que estaba hecho el universo la increíble variedad de nuestro mundo: las estrellas, los planetas, las nutrias de mar, los océanos, el coral, la luz del Sol, el cerebro humano? Los mutantes habían planteado una pregunta que se podía responder, pero para ello hacía falta un trabajo de milenios y una dedicación que se transmitiera de maestro a discípulo durante cien generaciones. La pregunta inspiró también un gran número de respuestas equivocadas y vergonzosas. Por suerte, estos mutantes nacieron sin el sentido de la vergüenza. Se llamaban físicos.
Hoy, tras haber examinado durante más de dos mil años esta pregunta —un mero abrir y cerrar de ojos en la escala cosmológica del tiempo—, empezamos sólo a vislumbrar la historia entera de la creación. En nuestros telescopios y microscopios, en nuestros observatorios y laboratorios —y en nuestros cuadernos de notas— vamos ya percibiendo los rasgos de la belleza y la simetría primigenias que gobernaron los primeros momentos del universo. Casi podemos verlos. Pero el cuadro no es todavía claro, y tenemos la sensación de que algo nos enturbia la vista, una fuerza oscura que difumina, oculta, ofusca la simplicidad intrínseca de nuestro mundo.

¿Cómo funciona el universo?

Este libro trata de un solo problema, que viene confundiendo a la ciencia desde la Antigüedad. ¿Cuáles son los componentes fundamentales con que se construye la materia? El filósofo griego Demócrito llamó a la menor unidad atomos (literalmente, «que no se puede cortar»). Este á-tomo no es el átomo del que oísteis hablar en las clases de ciencias del instituto, no es como el hidrógeno, el helio, el litio y así hasta el uranio y más allá, que son entes grandes, pesadotes, complicados conforme a los criterios actuales (o según los de Demócrito, por lo que a esto se refiere). Para un físico, hasta para un químico, los átomos son verdaderos cubos de basura donde hay metidas partículas más pequeñas —electrones, protones y neutrones—, y los protones y los neutrones son a su vez cubos llenos de chismes aún más pequeños. Tenemos que saber cuáles son los objetos más primitivos que hay, y hemos de conocer las fuerzas que controlan su comportamiento social. En el á-tomo de Demócrito, no en el átomo de vuestro profesor de química, está la clave de la materia.
La materia que vemos hoy a nuestro alrededor es compleja. Hay unos cien átomos químicos. Se puede calcular el número de combinaciones útiles de los átomos, y es enorme: miles y miles de millones. La naturaleza emplea estas combinaciones, las moléculas, para construir los planetas, los soles, los virus, las montañas, los cheques con la paga, el valium, los agentes literarios y otros artículos de utilidad. No siempre fue así. Durante los primeros momentos tras la creación del universo en el big bang, no había la materia compleja que hoy conocemos. No había núcleos, ni átomos, no había nada que estuviese hecho de piezas más pequeñas. El abrasador calor del universo primitivo no dejaba que se formasen objetos compuestos, y si, por una colisión pasajera, llegaban a formarse, se descomponían instantáneamente en sus constituyentes más elementales. Quizá no había, junto a las leyes de la física, más que un solo tipo de partícula y una sola fuerza —o incluso una partícula-fuerza unificada—. Dentro de este ente primordial se encerraban las semillas del mundo complejo donde evolucionarían los seres humanos, puede que, básicamente, para pensar sobre estas cosas. Quizá os parezca aburrido el universo primordial, pero para un físico de partículas, ¡esos eran los buenos tiempos!, esa simplicidad, esa belleza, por neblinosamente que las vislumbremos en nuestras lucubraciones.

El principio de la ciencia

Antes aun de mi héroe Demócrito, había ya filósofos griegos que se atrevieron a intentar una explicación del mundo mediante argumentos racionales y excluyendo rigurosamente la superstición, el mito y la intervención de los dioses. Estos habían sido recursos valiosos para acomodarse a un mundo lleno de fenómenos temibles y, aparentemente, arbitrarios. Pero a los griegos les impresionaron también las regularidades, la alternancia del día y la noche, las estaciones, la acción del fuego, del viento, del agua. Allá por el año 650 a. C. había surgido una tecnología formidable en la cuenca mediterránea. Allí se sabían medir los terrenos y navegar con ayuda de las estrellas; su metalurgia era depurada y tenían un detallado conocimiento de las posiciones de las estrellas y de los planetas con el que hacían calendarios y variadas predicciones. Construían herramientas elegantes y finos tejidos, y preparaban y decoraban su cerámica muy elaboradamente. Y en una de las colonias del imperio griego, la bulliciosa ciudad de Mileto, en la costa occidental de lo que ahora es la moderna Turquía, se articuló la creencia de que el mundo, en apariencia complejo, era intrínsecamente simple, y de que esa simplicidad podía ser desvelada mediante el razonamiento lógico. Unos doscientos años después, Demócrito de Abdera propuso que los á-tomos eran la llave de un universo simple, y empezó la búsqueda.
La física tuvo su génesis en la astronomía; los primeros filósofos levantaron la vista, sobrecogidos, al cielo nocturno y buscaron modelos lógicos de las configuraciones de las estrellas, los movimientos de los planetas, la salida y la puesta del Sol. Con el tiempo, los científicos volvieron los ojos al suelo: los fenómenos que sucedían en la superficie de la Tierra —las manzanas se caían de los árboles, el vuelo de una flecha, el movimiento regular de un péndulo, los vientos y las mareas dieron lugar a un conjunto de «leyes de la física». La física floreció durante el Renacimiento, y se convirtió en una disciplina independiente y distinguible alrededor de 1500. A medida que pasaron los siglos y nuestras capacidades de percibir se agudizaron con el uso de microscopios, telescopios, bombas de vacío, relojes Y así sucesivamente, se descubrieron más y más fenómenos que se podían describir meticulosamente apuntando números en los cuadernos de notas, construyendo tablas y dibujando gráficos, y de cuya conformidad con un comportamiento matemático se dejaba triunfalmente constancia a continuación.
A principios del siglo XX los átomos habían venido a ser la frontera de la física; en los años cuarenta, la investigación se centró en los núcleos. Progresivamente, más y más dominios pasaron a estar sujetos a observación. Con el desarrolla de instrumentos de un poder cada vez mayor, miramos más y más de cerca a cosas cada vez menores. A las observaciones y mediciones les seguían inevitablemente síntesis, sumarios compactos de nuestro conocimiento. Con cada avance importante, el campo se dividía: algunos científicos seguían el camino «reduccionista» hacia el dominio nuclear y subnuclear; otros, en cambio, iban por la senda que llevaba a un mejor conocimiento de los átomos (la física atómica), las moléculas (la física molecular y la química), la física nuclear y demás.

León atrapado

Al principio fui un chico de moléculas. En el instituto y en los primeros años de la universidad la química era lo que me gustaba, pero poco a poco me fui pasando a la, física, que parecía más limpia; inodora, de hecho. Me influyeron mucho, además, los chicos que estaban en física; eran más divertidos y jugaban mejor al baloncesto. El gigante de nuestro grupo era Isaac Halpern, hoy en día profesor de física en la Universidad de Washington. Decía que la única razón por la que iba a ver sus notas cuando salían en el tablón era para saber si la A —el sobresaliente—, «tenía la parte de arriba lisa o terminaba en punta». Todos lo queríamos, claro. Además, en el salto de longitud llegaba más lejos que cualquiera de nosotros.
Me llegaron a interesar los problemas de la física porque su lógica era nítida y tenían consecuencias experimentales claras. En mi último año de carrera, mi mejor amigo del instituto, Martin Klein, el hoy eminente estudioso de Einstein en Yale, me arengó acerca de los esplendores de la física toda una larga tarde, entre muchas cervezas. Hizo efecto. Entré en el ejército de los Estados Unidos con una licenciatura en química y la determinación, si es que sobrevivía a la instrucción y a la segunda guerra mundial, de ser físico.
Nací por fin al mundo de la física en 1948; emprendí entonces mi investigación de doctorado trabajando en el acelerador de partículas más poderoso de aquellos días, el sincrociclotrón de la Universidad de Columbia. Dwight Eisenhower, su presidente, cortó la cinta en la inauguración de la máquina en junio de 1950. Como había ayudado a Ike a ganar la guerra, las autoridades de Columbia, claro, me apreciaban mucho, y me pagaban casi 4.000 dólares por todo un año de trabajo, noventa horas por semana. Fueron tiempos vertiginosos. En los años cincuenta, el sincrociclotrón y otras máquinas poderosas crearon la nueva disciplina de la física de partículas.
Para quien es ajeno a la física de partículas, quizá su característica más sobresaliente sea el equipamiento, los instrumentos. Me uní a la busca en el momento en que los aceleradores de partículas llegaban a la madurez. Dominarían la física durante las cuatro décadas siguientes. Hoy siguen haciéndolo. El primer «machacador de átomos» tenía sólo unos centímetros de diámetro. El acelerador más poderoso que existe hoy en día se encuentra en el Laboratorio Nacional del Acelerador Fermi (Fermilab), en Batavia, Illinois. La máquina del Fermilab, el Tevatrón, mide más de seis kilómetros de perímetro, y lanza protones contra antiprotones con energías sin precedentes. Por el año 2000 o así, el monopolio que tiene el Tevatrón de la frontera de energía se habrá roto. El Supercolisionador Superconductor (SSC), el padre de todos los aceleradores, que se está construyendo en este momento en Texas, medirá unos 87 kilómetros.[1]
A veces nos preguntamos: ¿no nos habremos equivocado de camino en alguna parte? ¿No nos habremos obsesionado con el equipamiento? ¿Es la física de partículas algún tipo de arcana «ciberciencia», con sus enormes grupos de investigadores y sus máquinas ciclópeas que manejan fenómenos tan abstractos que ni siquiera Él está seguro de qué ocurre cuando las partículas chocan a altas energías? Nuestra confianza crecerá, nos sentiremos más alentados si consideramos que el proceso sigue un Camino cronológico que, verosímilmente, parte de la colonia griega de Mileto en el 650 a.C. y lleva a una ciudad donde todo se sabe, en la que los empleados de la limpieza, e incluso el alcalde, saben cómo funciona el universo. Muchos han seguido El Camino: Demócrito, Arquímedes, Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, Faraday, y así hasta Einstein, Fermi y mis contemporáneos.
El Camino se estrecha y ensancha; pasa por largos trechos donde no hay nada (como la Autopista 80 por Nebraska) y sinuosos tramos de intensa actividad. Hay calles laterales que son una tentación: la de la «ingeniería eléctrica», la «química», las «radiocomunicaciones» o la «materia condensada». Quienes las han tomado han cambiado la manera en que se vive en este planeta. Pero quienes han permanecido en El Camino ven que todo el rato está marcado claramente por la misma señal: «¿Cómo funciona el universo?». En este Camino nos encontramos los aceleradores de los años noventa.
Yo tomé El Camino en Broadway y la calle 120 de Nueva York. En aquellos días los problemas científicos parecían muy claros y muy importantes. Tenían que ver con las propiedades de la llamada interacción nuclear fuerte, y algunos predijeron teóricamente la existencia de unas partículas cuyo nombre era el de mesones pi o piones. Se diseñó el acelerador de Columbia para que produjese muchos piones mediante el bombardeo de unos inocentes blancos con protones. La instrumentación era por entonces bastante simple, lo bastante pura que un licenciado pudiera entenderla.
Columbia era un criadero de física en los años cincuenta. Charles Townes descubriría pronto el láser y ganaría el premio Nobel. James Rainwater también lo ganaría por su modelo nuclear, y Willis Lamb por medir el minúsculo desplazamiento de las líneas espectrales del hidrógeno. El premio Nobel Isadore Rabi, que nos inspiró a todos, encabezaba un equipo en el que estaban Norman Ramsey y Polykarp Kusch; a su debida hora, ambos recibirían el Nobel. T. D. Lee lo compartió por su teoría de la violación de la paridad. La densidad de profesores ungidos por el santo óleo sueco era a la vez estimulante y deprimente. Algunos miembros jóvenes del claustro llevábamos en la solapa chapas donde se leía «Todavía no».
El big bang del reconocimiento profesional me llegó en el periodo 1959-1962, cuando dos de mis colegas de Columbia y yo efectuamos las primeras mediciones de las colisiones de los neutrinos de alta energía. Los neutrinos son mi partícula favorita. Casi no tienen propiedades: carecen de masa (o tienen muy poca), de carga eléctrica y de radio; y, para más escarnio, la interacción fuerte no los afecta. El eufemismo que se emplea para describirlos es decir que son «huidizos». Un neutrino apenas si es un hecho; puede pasar por millones de kilómetros de plomo sólido sin que la probabilidad de que participe en una colisión deje de ser ínfima.
Nuestro experimento de 1961 proporcionó la piedra angular de lo que llegaría a conocerse en los años setenta con el nombre de «modelo estándar» de la física de partículas. En 1988 fue reconocido por la Real Academia Sueca de la Ciencia con el premio Nobel. (Todos preguntan por qué esperaron veintisiete años. La verdad es que no lo sé. A mi familia le daba la excusa cómica de que la Academia iba a paso de tortuga porque no eran capaces de decidir cuál de mis grandes logros iban a honrar.) Ganar el premio me produjo, por supuesto, una gran emoción. Pero, en realidad, no se puede compararla con la increíble excitación que nos embargó cuando nos dimos cuenta de que nuestro experimento había tenido éxito.
Los físicos sienten hoy las mismas emociones que los científicos han sentido durante siglos. La vida de un científico está llena de ansiedad, penas, rigores, tensión, ataques de desesperanza, depresión y desánimo. Pero aquí y allá hay destellos de entusiasmo, de risa, de alegría, de exultación. No cabe predecir los momentos en que esas revelaciones suceden. A menudo nacen de la comprensión súbita de algo nuevo e importante, algo hermoso, que otro ha descubierto. Pero si eres, como la mayoría de los científicos que conozco, mortal, los momentos más dulces, con mucho, vienen cuando eres tú mismo quien descubre un hecho nuevo en el universo. Es asombroso cuán a menudo pasa esto a las tres de la madrugada, a solas en el laboratorio, cuando has llegado a saber algo profundo y te das cuenta de que ni uno solo de los cinco mil millones de seres humanos sabe lo que tú en ese momento ya sabes. O eso esperas. Te apresurarás, por supuesto, a contárselo a los demás lo antes posible. A eso se le llama «publicar».
Este libro trata de una serie de momentos infinitamente dulces que los científicos han tenido en los últimos dos mil quinientos años. El conocimiento que hoy tenemos de qué es el universo y cómo funciona es la suma de esos momentos dulces. Las penas y la depresión son también parte de la historia. Cuántas veces, en vez de un «¡Eureka!» no se encuentra otra cosa que la obstinación, la terquedad, lo pura mala uva de la naturaleza.
Pero el científico no puede depender de los momentos de ¡Eureka! para estar satisfecho de su vida. Ha de haber alguna alegría en las actividades cotidianas. Yo la encuentro en diseñar y construir aparatos con los que podamos aprender en esta disciplina tan abstracta. Cuando era un impresionable estudiante de doctorado de Columbia, ayudé a un profesor visitante que venía de Roma, mundialmente famoso a construir un contador de partículas. Yo era ahí la virgen, él un profesor del pasado. Juntos le dimos forma al tubo de latón en el torno (eran más de las cinco de la tarde y ya se habían ido todos los mecánicos). Soldamos las cubiertas de los extremos terminadas en cristal y enhebramos un hilo de oro a través de la corta paja metálica eléctricamente aislada, perforando el cristal. Soldamos algunas más. Hicimos pasar el gas especial por el contador durante unas pocas horas, el cable conectado a un oscilador, protegido de una fuente de energía de 1.000 voltios por un condensador especial. Mi amigo profesor —llamémosle Gilberto, pues ese era su nombre— se quedó con los ojos clavados en la línea verde del osciloscopio mientras me aleccionaba en un inglés indefectiblemente malo sobre la historia y la evolución de los contadores de partículas. De pronto, se volvió completa, absolutamente loco. «Mamma mia! Regardo incredibilo! Primo secourso!» (O algo así.) Gritaba y apuntaba con el dedo, me levantó en el aire —aunque yo era quince centímetros más alto y pesaba veinticinco kilos más que él— y se puso a bailar con—, migo por toda la sala.
—¿Qué ha pasado? —balbuceé.
¡Mufiletto! —contestó—. ¡Izza counting! ¡Izza counting! —es decir, tal y como él pronunciaba el inglés, que estaba contando.
Es probable que representase todo esto para mi recreo, pero la verdad era que te había emocionado el que, con nuestros propios ojos, cerebros y manos hubiésemos construido un dispositivo que detectaba el paso de partículas de rayos cósmicos y las registraba en la forma de pequeñas alteraciones del barrido del osciloscopio. Debía de haber visto este fenómeno miles de veces, pero no había dejado de estremecerle. Que una de esas partículas hubiese empezado su viaje hacia la calle 120 y Broadway, décimo piso, años-luz atrás en una galaxia remota era sólo una parte en esa pasión. El entusiasmo de Gilberto, que parecía no tener fin, era contagioso.

La biblioteca de la materia

Cuando explico la física de las partículas fundamentales, suelo tomar prestada (adornándola) una hermosa metáfora del poeta-filósofo romano Lucrecio. Imaginad que se nos confía la tarea de descubrir los elementos básicos de una biblioteca. ¿Qué haríamos? Pensaríamos en primer lugar en los libros, según los distintos temas: historia, ciencia, biografía. 0 a lo mejor los organizaríamos por su tamaño: gordo, fino, alto, pequeño. Tras tomar en cuenta muchas de esas divisiones, vemos que los libros son objetos complejos a los que se puede subdividir fácilmente. Así que mirarnos dentro de ellos. Se desechan enseguida los capítulos, los párrafos y las oraciones porque serían constituyentes complejos, carentes de elegancia. ¡Las palabras! Al llegar ahí nos acordamos de que en una mesa cerca de la entrada hay un gordo catálogo de todas las palabras de la biblioteca. Las mismas palabras se usan una y otra vez, empalmadas unas a otras de distintas maneras.
Pero hay tantas palabras. Cuando ahondamos más, nos vemos conducidos a las letras; a las palabras se las puede «cortar en trozos». ¡Ya lo tenemos! Con veintiséis letras se pueden hacer decenas de miles de palabras, con las que a su vez cabe hacer millones (¿miles de millones?) de libros. Ahora tenemos que añadir un conjunto adicional de reglas: la ortografía, para restringir las combinaciones de letras. Sin la intervención de un crítico muy joven, habríamos publicado nuestro descubrimiento prematuramente. El joven crítico diría, presuntuoso sin duda: «No te hacen falta veintiséis letras, abuelete. Con un cero y un uno te basta». Los niños crecen hoy jugando con juguetes digitales, y se sienten a gusto con los algoritmos de ordenador que convierten los ceros y los unos en letras del alfabeto. Si sois demasiado viejos para esto, a lo mejor lo sois lo bastante para recordar el código Morse, compuesto de puntos y rayas. En un caso y en el otro, tenemos la secuencia 0 o 1 (o punto o raya) con un código apropiado para hacer las veintiséis letras; la ortografía para hacer todas las palabras del diccionario; la gramática para componer las palabras en oraciones, párrafos, capítulos y, por último, libros. Y los libros hacen la biblioteca.
Por lo tanto, si no hay razón alguna para fragmentar el cero o el uno, hemos descubierto los componentes primordiales, a-tómicos de la biblioteca. En esta metáfora, aun imperfecta como es, el universo es la biblioteca, las fuerzas de la naturaleza la gramática, la ortografía el algoritmo, y el cero y el uno lo que llamamos quarks y leptones, nuestros candidatos hoy a ser los á-tomos de Demócrito. Todos estos objetos, por supuesto, son invisibles.

Los quarks y el papa

La señora del público era terca. «¿Ha visto usted alguna vez un átomo?», insistía. Es comprensible que se le haga esta pregunta, por irritante que le resulte, a un científico que ha vivido desde hace mucho con la realidad objetiva de los átomos. Yo puedo visualizar su estructura interna. Puedo hacer que me vengan imágenes mentales de nebulosas de «presencia» de electrón alrededor de la minúscula mota del núcleo que atrae esa bruma de la nube electrónica hacia sí. Esta imagen mental no es nunca exactamente la misma para dos científicos; cada uno construye la suya a partir de las ecuaciones. Estas prescripciones escritas ni son «amistosas con el usuario» ni condescendientes con la necesidad humana de tener imágenes. Sin embargo, podemos «ver» los átomos y los protones y, sí, los quarks.
Cuando quiero responder esa espinosa pregunta empiezo siempre por intentar una generalización de la palabra «ver». ¿«Ve» esta página si usa gafas? ¿Y si mira una copia en microfilm? ¿Y si lo que mira es una fotocopia (robándome, pues, mis derechos de autor)? ¿Y si lee el texto en una pantalla de ordenador? Finalmente, desesperado, pregunto: «¿Ha visto usted alguna vez al papa?».
«Sí, claro» es la respuesta usual. «Lo he visto en televisión.» ¡Ah!, ¿de verdad? Lo que ha visto es un haz de electrones que da en el fósforo pintado en el interior de la pantalla de cristal. Mis pruebas del átomo, o del quark, son igual de buenas.
¿Qué pruebas son esas? Las trazas de las partículas en una cámara de burbujas. En el acelerador del Fermilab, un detector de tres pisos de altura que ha costado sesenta millones de dólares capta electrónicamente los «restos» de la colisión entre un protón y un antiprotón. Aquí la «prueba», el «ver», consiste en que decenas de miles de sensores generen un impulso eléctrico cuando pasa una partícula. Todos esos impulsos son llevados a procesadores electrónicos de datos a través de cientos de miles de cables. Por último, se hace una grabación en carretes de cinta magnética codificada con ceros y unos. La cinta graba las violentas colisiones de los protones y los antiprotones, en las que se generan unas setenta partículas que vuelan en diferentes direcciones dentro de las varias secciones del detector.
La ciencia, en especial la física de partículas, gana confianza en sus conclusiones por duplicación; es decir, un experimento en California se confirma mediante un acelerador de un estilo diferente que funciona en Ginebra; también incluyendo en cada experimento controles y comprobaciones que confirmen que el experimento discurre conforme a lo previsto. Es un proceso largo y complejo, el resultado de muchos años de investigaciones.
Sin embargo, la física de partículas sigue resultando inescrutable a muchas personas. Esa terca señora del público no es la única a quien desconcierta un pelotón de científicos que anda a la caza de unos objetos pequeñísimos e invisibles. Así que probemos con otra metáfora…

El balón de fútbol invisible

Imaginad una raza inteligente de seres procedente del planeta Penumbrio. Son más o menos como nosotros, hablan como nosotros, lo hacen todo como los seres humanos. Todo, menos una cosa. Por una casualidad, su aparato visual es tal que no pueden ver los objetos en los que haya una superposición brusca de blancos y negros. No pueden ver las cebras, por ejemplo. O las camisetas rayadas de los árbitros de la liga de fútbol norteamericano. O los balones de fútbol. No es una chiripa tan rara, dicho sea de paso. Los terráqueos somos aún más extraños. Tenemos, literalmente, dos zonas ciegas en el centro de nuestro campo de visión. No los vemos porque el cerebro extrapola la información contenida en el resto del campo visual para suponer qué debe de haber en esos agujeros, y los rellena entonces para nosotros. Los seres humanos conducen de manera rutinaria a ciento sesenta kilómetros por hora por una autobahn alemana, practican la cirugía cerebral y hacen malabarismos con antorchas encendidas aun cuando una porción de lo que ven no es más que una buena suposición.
Digamos que un contingente del planeta Penumbrio viene a lo Tierra en misión de buena voluntad. Para que se hagan una idea de nuestra cultura, les llevamos a uno de los espectáculos más populares del planeta: un partido del campeonato del mundo de fútbol. No sabemos, claro esta, que no pueden ver el balón blanquinegro. Así que se sientan a ver el partido con una expresión, aunque cortés, confusa. Para los penumbrianos, un puñado de personas en pantalones cortos corre arriba y abajo por el campo, le pegan patadas sin sentido al aire, se dan unos a otros y caen por los suelos. A veces el árbitro sopla un silbato, un jugador corre a la línea lateral, se queda allí de pie y extiende los dos brazos por encima de la cabeza mientras otros jugadores le miran. De vez en cuando —muy de vez en cuando—, el portero cae inexplicablemente al suelo, se elevan unos grandes vítores y se premia con un tanto al equipo opuesto.
Los penumbrianos se tiran unos quince minutos completamente perdidos. Entonces, para pasar el tiempo, intentan comprender el juego. Unos usan técnicas de clasificación. Deducen, en parte por los uniformes, que hay dos equipos que luchan entre sí. Hacen gráficos con los movimientos de los jugadores, y descubren que cada jugador permanece más o menos dentro de ciertas parcelas del campo. Descubren que diferentes jugadores exhiben diferentes movimientos físicos. Los penumbrianos, como haría un ser humano, aclaran su búsqueda del significado del fútbol del campeonato del mundo dándoles nombres a las diferentes posiciones donde juega cada futbolista. Las incluyen en categorías, las comparan y las contrastan. Las cualidades y las limitaciones de cada posición se listan en un diagrama gigante. Un gran avance se produce cuando descubren que actúa una simetría. Para cada posición del equipo A hay una posición análoga en el equipo B.
Para cuando quedan sólo dos minutos de partido, los penumbrianos han compuesto docenas de gráficos, cientos de tablas y de fórmulas y montones de complicadas reglas sobre los partidos de fútbol. Y aunque puede que las reglas sean todas, en un sentido limitado, correctas, ninguna capta realmente la esencia del juego. En ese momento un joven, un don nadie penumbriano, que hasta ese momento había estado callado, dice lo que piensa. «Presupongamos —aventura nerviosamente— la existencia de un balón invisible.»
«¿Qué dices?», le replican los penumbrianos talludos.
Mientras sus mayores se dedicaban a observar lo que parecía ser el núcleo del juego, las idas y venidas de los distintos jugadores y las demarcaciones del campo, el don nadie tenía los ojos puestos en las cosas raras que pasasen. Y encontró una. Justo antes de que el árbitro anunciase un tanto, y una fracción de segundo antes de que el público lo festejara frenéticamente, el joven penumbriano se percató de la momentánea aparición de un abombamiento en la parte de atrás de la red de la portería. El fútbol es un deporte de tanteo corto; se podían observar pocos abombamientos, y cada uno duraba muy poco. Aun así, hubo los suficientes casos para que el don nadie notase que cada abultamiento tenía forma semiesférica. De ahí su extravagante conclusión de que el juego de fútbol depende de la existencia de un balón invisible (invisible, al menos, para los penumbrianos).
El resto de la expedición de Penumbrio escucha esta teoría y, pese a lo débiles que son los indicios empíricos, tras mucho discutir, concluyen que puede que al chico no le falte razón. Un portavoz maduro del grupo —resulta que un físico— apunta que unos cuantos casos raros iluminan a veces más que mil corrientes. Pero lo que de verdad remacha el clavo es el simple hecho de que tiene que haber un balón. Partid de la existencia de un balón, que por alguna razón los penumbrianos no pueden ver, y de golpe todo funciona. El juego adquiere sentido. Y no sólo eso; todas las teorías, gráficos y diagramas compilados a lo largo de la tarde siguen siendo válidos. El balón, simplemente, da significado a las reglas.
Esta extensa metáfora lo es de muchos de los quebraderos de cabeza de la física, y resulta especialmente pertinente para la física de partículas. No podemos entender las reglas (las leyes de la naturaleza) sin conocer los objetos (el balón), y sin creer en un conjunto lógico de leyes nunca deduciríamos la existencia de ninguna de las partículas.

La pirámide de la ciencia

Aquí vamos a hablar de ciencia y de física, así que, antes de ponernos manos a la obra, definamos algunos términos. ¿Qué es un físico? ¿Y dónde encaja la descripción de su oficio en el gran esquema de la ciencia?
Se discierne una jerarquía, pero no tiene que ver con el valor social, ni siquiera con el grado de destreza intelectual. Lo expuso elocuentemente Frederick Turner, humanista de la Universidad de Texas. Hay, decía, una pirámide de la ciencia.
La base son las matemáticas, no porque sean más abstractas o se farde más con ellas, sino porque no descansan en o necesitan otras disciplinas, mientras que la física, el siguiente piso de la pirámide, descansa en las matemáticas. Sobre la física se asienta la química, porque requiere la física; en esta separación, reconocidamente simplista, la física no se preocupa de las leyes de la química. Por ejemplo, a los químicos les interesa cómo se combinan los átomos y forman moléculas, y cómo éstas se comportan cuando están muy juntas. Las fuerzas entre los átomos son complejas, pero en última instancia tienen que ver con la ley de la atracción y la repulsión de las partículas eléctricamente cargadas; en otras palabras, con la física. Luego viene la biología, que se basa tanto en la química como en la física. Los últimos niveles de la pirámide van difuminándose y siendo cada vez menos definibles: cuando llegamos a la fisiología, la medicina, la psicología, la jerarquía antes diáfana se hace más confusa. En las transiciones están las materias de nombre compuesto: la física matemática, la química física, la biofísica. Tengo que meter la astronomía con calzador dentro de la física, claro, y no sé qué hacer con la geofísica o, por lo que a esto respecta, la neurofisiología.
Cabe resumir, poco respetuosamente, el significado de la pirámide con un viejo dicho: los físicos sólo le rinden pleitesía a los matemáticos, y los matemáticos sólo a Dios (si bien quizá os costaría mucho encontrar un matemático tan modesto).

Experimentadores y teóricos: granjeros, cerdos y trufas

Dentro de la disciplina de la física de partículas hay teóricos y experimentadores. Yo soy de los segundos. La física, en general, progresa gracias al juego entrecruzado de esas dos categorías. En la eterna relación de amor y odio entre la teoría y el experimento, hay una especie de marcador. ¿Cuántos descubrimientos experimentales importantes ha predicho la teoría? ¿Cuántos fueron puras sorpresas? La teoría, por ejemplo, previó la existencia del electrón positivo (el positrón), como la del pión, el antiprotón y el neutrino. El muón, el leptón tau y las partículas úpsilon fueron sorpresas. Un estudio más completo arroja más o menos un empate en este debate absurdo. Pero ¿quién lleva la cuenta?
Experimentar quiere decir observar y medir. Supone la preparación de condiciones especiales en las que las observaciones y las mediciones sean lo más fructíferas que se pueda. Los antiguos griegos y los astrónomos modernos comparten un problema común. No manejaban, no manejan, los objetos que observan. Los griegos o no podían o no querían; se conformaban con observar meramente. A los astrónomos les encantaría hacer que chocasen dos soles —o, mejor, dos galaxias—, pero aún no han desarrollado esta capacidad y tienen que contentarse con mejorar la calidad de sus observaciones. En cambio, en España tenemos 1.003 formas de estudiar las propiedades de nuestras partículas.
Mediante el uso de aceleradores nos es posible diseñar experimentos que busquen la existencia de nuevas partículas. Podemos organizar las partículas de forma que incidan sobre núcleos atómicos, y leer los detalles de las consiguientes desviaciones de su ruta como los estudiosos del micénico leen el Lineal B: descifrando el código. Producimos partículas, y las observamos para ver lo larga que es su vida.
Se predice una partícula nueva cuando de la síntesis de los datos presentes hecha por un teórico perceptivo se desprende su existencia. Lo más frecuente es que no exista. Esa teoría concreta se resentirá. El que sucumba o no dependerá de la firmeza del teórico. Lo importante es que se efectúan experimentos de los dos tipos: los diseñados para contrastar una teoría y los diseñados para explorar un dominio nuevo. Por supuesto, suele ser mucho más divertido refutar una teoría. Como escribió Thomas Huxley, «la gran tragedia de la ciencia: el exterminio de una hipótesis bella por un hecho feo». Las teorías buenas explican lo que ya se sabe y predicen los resultados de nuevos experimentos. La interacción de la teoría y del experimento es una de las alegrías de la física de partículas.
De los experimentadores más prominentes de la historia, algunos —entre ellos Galileo, Kirchhoff, Faraday, Ampère, Hertz, los Thomson (J. J. y G. P.) y Rutherford— eran además unos teóricos muy competentes. El experimentador-teórico es una especie en vías de extinción. En nuestros tiempos una excepción destacada fue Enrico Fermi. I. I. Rabi expresó su preocupación por la brecha cada vez más ancha abierta entre los unos y los otros; los experimentadores europeos, comentaba, no eran capaces de sumar una columna de números y los teóricos de atarse los cordones de los zapatos. Hoy tenemos dos grupos de físicos que tienen el propósito común de entender el universo, pero cuyas perspectivas culturales, sus talentos y sus hábitos de trabajo son muy diferentes. Los teóricos tienden a entrar tarde y trabajar, asisten a extenuantes simposios en las islas griegas o en las montañas miras, toman vacaciones de verdad y están en casa para sacar fuera la basura mucho más a menudo. Suele inquietarlos el insomnio. Se dice que un teórico fue muy preocupado al médico del laboratorio: «¡Doctor, tiene que ayudarme! Duermo bien toda la noche y las mañanas no son malas; pero la tarde me la paso dando vueltas en la cama». Esta conducta da lugar a esa caracterización injusta, el ocio de la clase de los teóricos, por parafrasear el título del famoso libro de Thorstein Veblen.
Los experimentadores no vuelven nunca tarde a casa; no vuelven. Durante un periodo de trabajo intenso en el laboratorio, el mundo exterior se esfuma y la obsesión es total. Dormir quiere decir acurrucarse una hora en el suelo del acelerador. Un físico teórico puede pasarse toda la vida sin tener que afrontar el reto intelectual del trabajo experimental, sin experimentar ninguna de sus emociones y de sus peligros, la grúa que pasa sobre las cabezas con una carga de diez toneladas, la placa de la calavera y los huesos, las señales que dicen PELIGRO RADIACTIVO. El único riesgo que de verdad corre un teórico es el de pincharse a sí mismo con el lápiz cuando ataca a un gazapo que se ha colado en sus cálculos. Mi actitud hacia los teóricos es una mezcla de envidia y temor, pero también de respeto y afecto. Los teóricos escriben todos los libros científicos de divulgación: Heinz Pagels, Frank Wilczek, Stephen Hawking, Richard Feynman y demás. ¿Y por qué no? Tienen tanto tiempo libre. Los teóricos suelen ser arrogantes. Durante mi reinado en el Fermilab hice una solemne advertencia contra la arrogancia a nuestro grupo teórico. Al menos uno de ellos me tomó en serio. Nunca olvidaré la oración que se oía salir de su despacho: «Señor, perdóname por el pecado de la arrogancia, y, Señor, por arrogancia entiendo lo siguiente…$».
Los teóricos, como muchos otros científicos, suelen competir con fiereza, absurdamente a veces. Pero algunos son personas serenas y están por encima de las batallas en las que participan los meros mortales. Enrico Fermi es un ejemplo clásico. Al menos de puertas afuera, el gran físico italiano nunca insinuó siquiera que fuese importante competir. Cuando el físico corriente habría dicho «¡nosotros lo hicimos primero!», Fermi sólo habría querido saber los detalles. Sin embargo, en una playa cerca del laboratorio de Brookhaven en Long Island, un día de verano, le enseñé a esculpir formas realistas en la arena húmeda; insistió inmediatamente en que compitiésemos para ver quién haría el mejor desnudo yaciente. (Declino revelar los resultados de esa competición aquí. Depende de si se es partidario de la escuela mediterránea o de la escuela de la bahía de Pelham de esculpir desnudos.) Una vez, en un congreso, me encontré en la cola del almuerzo justo detrás de Fermi. Sobrecogido por estar en presencia del gran hombre, le pregunté cuál era w opinión acerca de unas pruebas observacionales sobre las que se nos acababa de hablar, relativas a la existencia de la partícula K-cero-dos. Me miró por un momento y me dijo: «Joven, si pudiese recordar los nombres de esas partículas habría sido botánico». Esta historia la han contado muchos físicos, pero el joven e impresionable investigador era yo.
Los teóricos pueden ser personas cálidas, entusiastas, con quienes un experimentador ame conversar y aprender. He tenido la buena suerte de disfrutar de largas conversaciones con algunos de los teóricos más destacados de nuestros días: el difunto Richard Feynman, su colega del Cal Tech Murray Gell-Mann, el architejano Steven Weinberg y mi rival cómico Shelly Glashow. James Bjorken, Martinus Veltman, Mary Gaillard y T. D. Lee son otros grandes con quienes ha sido un gusto estar, de quienes aprender ha sido un placer y a quienes ha sido un gozo pellizcar. Una parte considerable de mis experimentos ha salido de los artículos de estos sabios y de mis discusiones con ellos. Hay teóricos con los que se puede disfrutar mucho menos; empaña su brillantez una curiosa inseguridad, que quizá sea un eco de cómo veía Salieri al joven Mozart en la película Amadeus: «¿Por qué, Señor, has encerrado tan trascendente compositor en el cuerpo de un tonto de capirote?».
Los teóricos suelen llegar a su máxima altura a una edad temprana; los jugos creativos tienden a salir a borbotones muy pronto y empiezan a secarse pasados los quince años, o eso parece. Han de saber lo justo; siendo jóvenes, no han acumulado todavía un bagaje intelectual inútil.
Ni que decir tiene que lo normal es que los teóricos reciban una parte indebida del mérito de los descubrimientos. La secuencia que forman el teórico, el experimentador y el descubrimiento se ha comparado alguna vez con la del granjero, el cerdo y la trufa. El granjero lleva al cerdo a un sitio donde podría haber trufas. El cerdo las busca diligentemente. Al final descubre una, y justo cuando está a punto de comérsela, el granjero se la quita delante de sus narices.

Unos tipos que se quedan levantados hasta tarde

En los siguientes capítulos me acerco a la historia y el futuro de la materia viéndola con los ojos de los descubridores e insistiendo —espero que no desproporcionadamente— en los experimentadores. Pienso en Galileo, jadeando hasta lo más alto de la torre inclinada de Pisa y dejando caer dos pesos desiguales sobre un tablado de madera, a ver si oía dos impactos o uno. Pienso en Fermi y sus colegas, creando bajo el estadio de fútbol norteamericano de la Universidad de Chicago la primera reacción en cadena sostenida.
Cuando hablo de las penas y de los rigores de la vida de un científico, hablo de algo más que de una angustia existencial. La Iglesia condenó la obra de Galileo; madame Curie pagó con su vida, víctima de una leucemia que contrajo por envenenamiento radiactivo. Se nos forman cataratas a demasiados. Ninguno dormimos lo suficiente. La mayor parte de lo que sabemos acerca del universo lo sabemos gracias a unos tipos (y señoras) que se quedan levantados hasta tarde por la noche.
La historia del á-tomo, claro está, incluye también a los teóricos. Nos ayudan a atravesar lo que Steven Weinberg llama «los oscuros tiempos entre las conquistas experimentales», conduciéndonos, como dice él, «casi imperceptiblemente a cambios en nuestras creencias previas». Aunque ahora esté desfasado, el libro de Weinberg Los tres primeros minutos fue una de los mejores exposiciones populares del nacimiento del universo. (Siempre he pensado que se vendió tan bien porque la gente creía que era un manual sexual.) Me centraré en las mediciones cruciales que hemos hecho de los átomos. Pero no se puede hablar de los datos sin tocar la teoría. ¿Qué significan todas esas mediciones?

¡Eh, oh!, matemáticas

Vamos a tener que hablar un poco de las matemáticas. Ni siquiera los experimentadores podrían tirar adelante en la vida sin unos cuantos números y ecuaciones. Eludir por completo las matemáticas sería hacer el papelón de un antropólogo que eludiese estudiar el lenguaje de la cultura que se está investigando o el de un especialista en Shakespeare que no supiese inglés. Las matemáticas son una parte tan inextricable del tejido de la ciencia —de la física especialmente— que despreciarlas significaría excluir muy buena parte de la belleza, de la aptitud de expresión, del «tocado ritual» de la disciplina. Desde el punto de vista práctico, con las matemáticas es más fácil explicar el desarrollo de las ideas, el funcionamiento de los dispositivos, la urdimbre de todo. Os sale un número aquí, os sale el mismo número allá: a lo mejor es que tienen algo que ver.
Pero no os descorazonéis. No voy a hacer cálculos. Y al final no habrá nada de matemáticas. En un curso que impartí para estudiantes de letras en la Universidad de Chicago (lo llamé «Mecánica cuántica para poetas»), esquivaba el problema llamando la atención hacia las matemáticas y hablando de ellas sin en realidad practicarlas, Dios no lo permita, delante de toda la clase. Aun así, vi que en cuando aparecían símbolos abstractos en la pizarra se estimulaba automáticamente el órgano que segrega el humor que pone vidriosos los ojos. Si, por ejemplo, escribo x = vt (léase equis igual a uve veces te), se oye un murmullo en el aula. No es que estos brillantes hijos de padres que pagan al año 20.000 dólares de matrícula no sean capaces de vérselas con x = vt. Dadles números para la x y la t y pedidles que calculen la v, y al 48 por 100 le saldrá bien, el 15 por 100 se negará a responder (por consejo de sus abogados y el 5 por 100 responderá «presente». (Sí, ya sé que no suma 100. Pero soy un experimentador, no un teórico. Además, los errores tontos le dan confianza a mi clase.) Lo que alucina a los estudiantes es que saben que voy a hablar de «ellas»: que les hablen de las matemáticas les es nuevo y suscita una ansiedad extrema.
Para ganarme de nuevo el respeto y el afecto de mis alumnos cambio inmediatamente a un tema más familiar y placentero. Fijaos en esto:


Imaginaos un marciano que quiera entender este diagrama y se quede mirándolo. Le correrán las lágrimas del ombligo. Pero el aficionado medio al fútbol norteamericano, con su bachillerato abandonado a la mitad, vocifera que «¡eso es el "Blast" de la goal-line de los Redskins!». ¿Es esta representación de una fullback off-tackle run mucho más simple que x = vt? En realidad es igual de abstracta y sin duda más esotérica. La ecuación x = vt funciona en cualquier lugar del universo. El juego de pocas yardas de los Redskins quizá les valga un touchdown en Detroit o en Búfalo, pero jamás contra los Bears.
Así que pensad que las ecuaciones tienen un significado en el mundo real, lo mismo que los diagramas de las jugadas del fútbol norteamericano —por complicados y poco elegantes que sean— tienen un significado en el mundo real del estadio. La verdad es que no es tan importante manejar la ecuación x = vt. Es más importante el ser capaces de leerla, de entender que es un enunciado acerca del mundo donde vivimos. Entender x = vt es tener poder. Podréis predecir el futuro y leer el pasado. Es a la vez el tablero de la ouija y la piedra Rosetta. ¿Qué significa, pues?
La x dice dónde está la cosa de que se trate. La cosa puede ser Harry que circula por la interestatal en su Porsche o un electrón que sale zumbando de un acelerador. Que sea x = 16 unidades, por ejemplo, quiere decir que Harry o el electrón se encuentran a 16 unidades del lugar al que llamemos cero. La v dice lo deprisa que Harry o el electrón se mueven: que, digamos, Harry va por ahí a 130 kilómetros por hora o que el electrón se mueve perezosamente a un millón de metros por segundo. La t representa el tiempo que ha pasado desde que alguien gritó «vamos». Con esto podemos predecir dónde estará la cosa en cualquier momento, sea t = 3 segundos, 16 horas o 100.000 años: Podemos decir también dónde estaba, sea t = —7 segundos (7 segundos antes de t = 0) o t = — 1 millón de años. En otras palabras, si Harry sale de tu garaje y conduce directamente hacia el este durante una hora a 130 kilómetros por hora, está claro que se encontrará 130 kilómetros al este de tu garaje una hora después del «vamos». Recíprocamente, se puede también calcular dónde estaba Harry hace una hora (-1 hora), suponiendo que su velocidad siempre ha sido v y que v es conocida. Este supuesto es esencial, pues si a Harry le gusta empinar el codo puede que haya parado en Joe's Bar hace una hora.
Richard Feynman presenta la sutileza de la ecuación de otra forma. En su versión, un policía para a una mujer que lleva un coche monovolumen, mira por la ventanilla y le espeta a la conductora: «¿No sabe que iba a 130 kilómetros por hora?».
«No sea ridículo —le contesta la mujer—, salí de casa hace sólo quince minutos.» Feynman, que creía haber dado con una introducción bien humorada al cálculo diferencial, se quedó de una pieza cuando se le acusó de ser sexista por contar una historia así, de modo que yo no la contaré.
El meollo de nuestra pequeña excursión por la tierra de las matemáticas es que las ecuaciones tienen soluciones y que éstas pueden compararse con el «mundo real» de la medición y la observación. Si el resultado de esta confrontación es positivo, la confianza que se tiene en la ley original crece. De vez en cuando veremos que las soluciones no siempre coinciden con la observación y la medición; en ese caso, tras las debidas comprobaciones y nuevas comprobaciones, la «ley» de la que salió la solución se relega al cubo de la basura de la historia. Las soluciones de las ecuaciones que expresan una ley de la naturaleza son, en ocasiones, completamente inesperadas y raras, y por lo tanto ponen a la teoría bajo sospecha. Si las observaciones subsiguientes muestran que pese a todo era correcta, nos alegramos. Sea cual sea el resultado, sabemos que tanto las verdades que abarcan el universo como las que se refieren a un circuito eléctrico resonante o a las vibraciones de una viga de acero estructural se expresan en el lenguaje de las matemáticas.

El universo sólo tiene unos segundos (1018)

Otra cosa más sobre los números. Nuestro tema pasa a menudo del mundo de lo sumamente pequeño al de lo enorme. Por lo tanto, trataremos con números que a menudo son muy, muy grandes o muy, muy pequeños. Así que, en su mayoría, los escribiré empleando notación científica. Por ejemplo, en vez de escribir un millón como 1.000.000, lo haré de esta forma: 106. Esto quiere decir 10 elevado a la sexta potencia, que es 1 seguido de seis ceros, lo que viene a ser el costo aproximado, en dólares, de la actividad del gobierno de los Estados Unidos durante veinte segundos. Aunque no se tenga la suerte de que el número grande empiece por 1, aún podremos escribirlo con notación científica. Por ejemplo, 5.500.000 se escribe 5,5 x 106. Con los números minúsculos, basta con insertar un signo menos. Una millonésima (1/1.000.000) se escribe de esta forma: 10—6, lo que quiere decir que el 1 está seis lugares a la derecha de la coma decimal, o 0,000.001.
Lo importante es captar la escala de estos números. Una de las desventajas de la notación científica es que oculta la verdadera inmensidad de los números (o su pequeñez). El abanico de los tiempos de interés científico es mareante: 10—1 segundos es un guiño, 10—6 segundos la vida de la partícula muón y 10—23 segundos el tiempo que tarda un fotón, una partícula de luz, en atravesar el núcleo. Tened presente que ir subiendo potencia a potencia de diez multiplica lo que está en juego tremendamente. Así, 107 segundos es igual a poco más de cuatro meses y 109 es treinta años; pero 1018 es, burdamente, la edad del universo, el tiempo transcurrido desde el big bang. Los físicos lo miden en segundos; nada más que un montón de ellos.
El tiempo no es la única magnitud que va de lo inimaginablemente pequeño a lo interminable. La menor distancia que se tenga en cuenta hoy día en una medición viene a ser unos 10—17 centímetros, lo que una cosa llamada el Z0 (zeta cero) viaja antes de partir de nuestro mundo. Los teóricos a veces tratan de conceptos espaciales mucho menores; por ejemplo, cuando hablan de las supercuerdas, una teoría de partículas muy en boga pero muy abstracta e hipotética, dicen que su tamaño es de 10—5 centímetros, verdaderamente pequeño. En el otro extremo, la mayor distancia es el radio del universo observable, un poco por debajo de 1028 centímetros.

El cuento de las dos partículas y la última camiseta

Cuando tenía diez años, cogí el sarampión, y para levantarme el ánimo mi padre me compró un libro de letra gruesa titulado La historia de la relatividad, de Albert Einstein y Leopold Infeld. Nunca olvidaré el principio del libro de Einstein e Infield. Hablaba de historias de detectives, de que cada historia de detectives tiene un misterio, pistas y un detective. El detective intenta resolver el misterio echando mano de las pistas.
En la historia que sigue hay esencialmente dos misterios. Ambos se manifiestan en forma de partículas. El primero es el desde hace mucho buscado á-tomo, la partícula invisible e indivisible que Demócrito fue el primero en proponer. El á-tomo está en el centro mismo de las cuestiones básicas de la física de partículas. Llevamos 2.500 años luchando por resolver este primer misterio. Hay miles de pistas, cada una descubierta con penosos esfuerzos. En los primeros capítulos, veremos cómo intentaron nuestros predecesores componer el rompecabezas. Os sorprenderá ver cuántas ideas «modernas» se tenían ya en los siglos XVI y XVII, e incluso siglos antes de Cristo. Al final, volveremos al presente y daremos con un segundo misterio, puede que aún mayor que el otro, el que representa la partícula que, según creo, orquesta la sinfonía cósmica. Y veréis a lo largo del discurrir del libro el parentesco natural entre un matemático del siglo XVI que arrojaba pesos de una torre en Pisa y un físico de partículas de ahora al que se le congelan los dedos en una cabaña de la gélida pradera de Illinois barrida por el viento mientras comprueba los datos que manan de un acelerador enterrado bajo el suelo helado y que cuesta quinientos millones de dólares. Ambos se hacen las mismas preguntas: ¿Cuál es la estructura básica de la materia? ¿Cómo funciona el universo?
Crecía en el Bronx, y solía mirar a mi hermano mayor mientras jugaba durante horas con productos químicos. Era un genio. Yo hacía todos los trabajos de casa para que me dejara mirar sus experimentos. Hoy se dedica al negocio de las chucherías. Vende cosas del estilo de cojines ruidosos de broma, matrículas con tal o cual lema y camisetas con frases llamativas, de esas con las que la gente puede resumir su visión del mundo en un enunciado no más largo que ancho es su pecho. La ciencia no debería tener un objetivo menos elevado. Mi ambición es vivir para ver toda la física reducida a una fórmula tan elegante y simple que quepa fácilmente en el dorso de una camiseta.
Se han hecho progresos significativos a lo largo de los siglos en dar con la camiseta definitiva. Newton, por ejemplo, aportó la gravedad, una fuerza que explica un sorprendente abanico de fenómenos dispares: las mareas, la caída de una manzana, las órbitas de los planetas y los cúmulos de galaxias. La camiseta de Newton dice: F = ma. Luego, Michael Faraday y James Clerk Maxwell desvelaron el misterio del espectro electromagnético. Hallaron que la electricidad, el magnetismo, la luz solar, las ondas de radio y los rayos X eran manifestaciones de la misma fuerza. Cualquier buena librería universitaria os venderá camisetas que llevan las ecuaciones de Maxwell.
Hoy, muchas partículas después, tenemos el modelo estándar, que reduce toda la realidad a una docena o así de partículas y cuatro fuerzas. El modelo estándar representa todos los datos que han salido de todos los aceleradores desde la torre inclinada de Pisa. Organiza las partículas llamadas quarks y leptones —seis de cada— en una elegante disposición tabular. Se puede pintar un diagrama con el modelo estándar entero en una camiseta, pero no queda libre ni un hueco. Es una simplicidad que ha costado mucho, generada por un ejército de físicos viajeros por un mismo camino. No obstante, la camiseta del modelo estándar engaña. Con sus doce partículas y cuatro fuerzas, es notablemente exacta. Pero también es incompleta y, de hecho, tiene incoherencias internas. Para que en la camiseta cupiesen sucintas excusas de esas incoherencias haría falta una talla extragrande, y aún nos saldríamos de la camiseta.
¿Qué, o quién, se interpone en nuestro camino y estorba nuestra búsqueda de la camiseta perfecta? Esto nos devuelve a nuestro segundo misterio. Antes de que podamos completar la tarea que emprendieron los antiguos griegos, debemos considerar la posibilidad de que nuestra presa esté poniendo pistas falsas para confundirnos. A veces, como un espía en una novela de John Le Carré, el experimentador debe preparar una trampa. Debe forzar al sospechoso a descubrirse a sí mismo.

El misterioso señor Higgs

En estos momentos los físicos de partículas andan tendiendo una trampa así. Estamos construyendo un túnel de 87 kilómetros de circunferencia, que contendrá los tubos de haces gemelos del Supercolisionador Superconductor; con él esperamos atrapar a nuestro villano.
¡Y qué villano! ¡El mayor de todos los tiempos! Hay, creemos, una presencia espectral en el universo que nos impide conocer la verdadera naturaleza de la materia. Es como si algo, o alguien, quisiese impedirnos que consiguiéramos el conocimiento definitivo.
El nombre de esta barrera invisible que nos impide conocer la verdad es el campo de Higgs. Sus helados tentáculos llegan a cada rincón del universo, y sus consecuencias científicas y filosóficas levantan gruesas ampollas en la piel de los físicos. El campo de Higgs ejerce su magia negra por medio de una partícula —¿de qué si no?-; se llama bosón de Higgs y es una razón primaria para construir el Supercolisionador. Sólo el SSC tendrá la energía necesaria para producirlo y detectarlo, o eso creemos. Hasta tal punto es el centro del estado actual de la física, tan crucial es para nuestro conocimiento final de la estructura de la materia y tan esquivo sin embargo, que le he puesto un apodo: la Partícula Divina. ¿Por qué la Partícula Divina? Por dos razones. La primera, que el editor no nos dejaría llamarla la Partícula Maldita Sea, aunque quizá fuese un título más apropiado, dada su villana naturaleza y el daño que está causando. Y la segunda, que hay cierta conexión, traída por los pelos, con otro libro, un libro mucho más viejo…

La torre y el acelerador

Era la tierra toda de una sola lengua y de unas mismas palabras. En su marcha desde Oriente hallaron una llanura en la tierra de Senaar y se establecieron allí. Dijéronse unos a otros: «vamos a hacer ladrillos y a cocerlos en el fuego». Y se sirvieron de los ladrillos como de piedra, y el betún les sirvió de cemento; y dijeron: «vamos a edificarnos una ciudad y una torre, cuya cúspide toque a los cielos y nos haga famosos, por si tenemos que dividirnos por la haz de la tierra». Bajó Yavé a ver la ciudad y la torre que estaban haciendo los hijos de los hombres, y se dijo: «He aquí un pueblo uno, pues tienen todos una lengua sola. Se han propuesto esto, y nada les impedirá llevarlo a cabo. Bajemos, pues, y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan unos a otros». Y los dispersó de allí Yavé por todo el haz de la tierra, y así cesaron de edificar la ciudad. Por eso se llamó Babel, porque allí confundió Yavé la lengua de la tierra toda, y de allí los dispersó por el haz de toda la tierra.
Génesis, 11: 1-9

Una vez, hace miles de años, mucho antes de que se escribieran esas palabras, la naturaleza sólo hablaba una lengua. En todas partes la materia era la misma, bella en su elegante e incandescente simetría. Pero a lo largo de los eones se ha transformado, dispersa en muchas formas por el universo, para confusión de quienes vivimos en este planeta corriente que da vueltas alrededor de una estrella mediocre.
Ha habido épocas en que la persecución por la humanidad de un conocimiento racional del mundo progresaba con rapidez, las conquistas abundaban y los científicos rebosaban optimismo. En otras épocas reinaba la mayor de las confusiones. Con frecuencia los periodos más confusos, las épocas de crisis intelectual e incapacidad total de comprender, fueron los precursores de las conquistas iluminadoras que vendrían.
En las últimas décadas, no muchas, hemos pasado en la física de partículas por un periodo de tensión intelectual tan curiosa que la parábola de la torre de Babel parece venirle a cuento. Los físicos de partículas han hecho la disección de las partes y procesos del universo con sus aceleradores gigantescos. En los últimos tiempos han contribuido a la persecución los astrónomos y los astrofísicos, que, hablando figuradamente, miran por sus telescopios gigantescos para rastrear los cielos y hallar las chispas y cenizas residuales de una explosión catastrófica que, están convencidos, ocurrió hace quince mil millones de años y a la que llaman big bang.
Aquéllos y éstos han estado progresando hacia un modelo simple, coherente, omnicomprensivo que lo explique todo: la estructura de la materia y la energía, el comportamiento de las fuerzas en entornos que lo mismo corresponden a los primeros momentos del universo niño, con su temperatura y densidad exorbitantes, que al mundo hasta cierto punto frío y vacío en que vivimos hoy. Nos iban saliendo las cosas muy bien, quizá demasiado bien, cuando nos topamos con una rareza, una fuerza que parecía adversa actuando en el universo. Algo que parece brotar del espacio que todo lo llena y donde nuestros planetas, estrellas y galaxias están inmersos. Algo que todavía no podemos detectar y que, cabría decir, ha sido plantado ahí para ponernos a prueba y confundirnos. ¿Nos estamos acercando demasiado? ¿Hay un Gran Mago de Oz nervioso que deprisa y corriendo va cambiando el registro arqueológico?
La cuestión es si los físicos quedarán confundidos por este rompecabezas o si, al contrario que los infelices babilonios, construirán la torre y, como decía Einstein, «conocerán el pensamiento de Dios».

Era la tierra toda de muchas lenguas y de muchas palabras. En su marcha desde Oriente hallaron una llanura en la tierra de Waxahachie y se establecieron allí. Dijéronse unos a otros: «vamos a construir un Colisionador Gigante, cuyas colisiones lleguen hasta el principio del tiempo». Y se sirvieron de los imanes superconductores para curvar, y los protones les sirvieron para machacar. Bajó Yavé a ver el acelerador que estaban haciendo los hijos de los hombres, y se dijo: «He aquí un pueblo que está sacando de la confusión lo que yo confundí». Y el Señor suspiró y dijo: «Bajemos, pues, y démosles la Partícula Divina, de modo que puedan ver cuán bello es el universo que he hecho».
El Novísimo Testamento, 11:1

2
El primer físico de partículas

Parecía sorprendido.
—¿Habéis encontrado un cuchillo que puede cortar hasta que sólo quede un átomo? —dijo—. ¿En este pueblo?
Afirmé con la cabeza.
—Ahora mismo estamos sentados encima del nervio principal —dije.
Con disculpas a Hunter S. Thompson

Cualquiera puede entrar en coche (o caminando o en bicicleta) en el Fermilab, aunque sea el laboratorio científico más complejo del mundo. La mayoría de las instalaciones federales preservan beligerantemente su privacidad. Pero el negocio del Fermilab es descubrir secretos, no guardarlos. Durante los radicales años sesenta la Comisión de Energía Atómica, la AEC, le dijo a Robert R. Wilson, mi predecesor y el director del laboratorio que a la vez fue su fundador, que idease un plan para manejar a los estudiantes activistas en el caso de que llegaran a las puertas del Fermilab. El plan de Wilson era simple. Le dijo a la AEC que recibiría a los estudiantes solo, con un arma nada más: una clase de física. Sería tan letal, aseguró a la comisión, que dispersaría hasta a los más bravos cabecillas. Hasta el día de hoy, los directores del laboratorio tienen a mano una clase, por si hubiese una emergencia. Roguemos que nunca tengamos que recurrir a ella.
El Fermilab ocupa cerca de 30 kilómetros cuadrados de campos de cereales reconvertidos, unos ocho kilómetros al este de Batavia, Illinois, y a alrededor de una hora de volante al oeste de Chicago. En la entrada a los terrenos por la Pine Street hay una gigantesca estatua de acero de Robert Wilson, quien, además de haber sido el primer director del Fermilab, fue en muy buena medida el responsable de su construcción, un triunfo artístico, arquitectónico y científico. La escultura, titulada Simetría rota, consiste en tres arcos que se curvan hacia arriba, como si fueran a cortarse en un punto a más de quince metros del suelo. No lo hacen, al menos no limpiamente. Los tres brazos se tocan, pero casi al azar, como si los hubieran construido diferentes contratistas que no se hablasen entre sí. La escultura tiene el aire de un «ay» por que sea así, en lo que no es muy distinta de nuestro universo. Si se camina a su alrededor, la enorme obra de acero aparece desde cada ángulo desapaciblemente asimétrica. Pero si uno se tumba de espaldas justo debajo de ella y mira hacia arriba, disfrutará del único punto privilegiado desde el que la escultura es simétrica. La obra de arte de Wilson casa de maravilla con el Fermilab, pues allí el trabajo de los físicos consiste en buscar las pistas de lo que sospechan es una simetría oculta en un universo de apariencia muy asimétrica.

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Cuando uno se adentra en los terrenos se cruza con la estructura más prominente del lugar. El Wilson Hall, el edificio de dieciséis plantas del laboratorio central del Fermilab, se eleva de un suelo de lo más llano, un poco como unas manos orantes dibujadas por Durero. El edificio está inspirado en una catedral francesa que Wilson visitó, la de Beauvais, empezada en el año 1225. La catedral de Beauvais tiene dos, torres separadas por un presbiterio. El Wilson Hall, concluido en 1972, consta de dos torres gemelas (las dos manos en oración) unidas por galerías a distintas alturas y uno de los mayores atrios del mundo. El rascacielos tiene a la entrada un estaque donde se refleja, con un alto obelisco en uno de sus extremos. El obelisco, con el que terminaron las contribuciones artísticas de Wilson al laboratorio, se conoce como la Última Construcción de Wilson.
El Wilson Hall roza la raison d'étre del laboratorio: el acelerador de partículas. Enterrado unos nueve metros bajo la pradera, un tubo de acero inoxidable de unos pocos centímetros de diámetro describe un círculo de alrededor de seis kilómetros y medio de longitud a través de un millar de imanes superconductores que guían a los protones por un camino circular. El acelerador se llena de colisiones y de calor. Los protones corren por este anillo a velocidades cercanas a la de la luz hasta aniquilarse al chocar frontalmente contra sus hermanos los antiprotones. Estas colisiones generan momentáneamente temperaturas de unos diez mil billones (1016) de grados sobre el cero absoluto, muchísimo mayores que las del núcleo del Sol o la furiosa explosión de una supernova. Los científicos tienen aquí más derecho a llamarse viajeros del tiempo que esos que vemos en las películas de ciencia ficción. La última vez que semejantes temperaturas fueron «naturales» había pasado sólo una ínfima fracción de segundo tras el big bang, el nacimiento del universo.
Aunque es subterráneo, cabe discernir fácilmente el acelerador desde arriba gracias al talud de tierra de unos seis metros de altura que se alza en el suelo por encina del anillo. (Imaginad una rosquilla muy fina de más de seis kilómetros de circunferencia.) Mucha gente supone que el propósito del talud es absorber la radiación del acelerador, pero si existe es, en realidad, porque Wilson era un tipo inclinado a la estética. Una vez terminada la construcción del acelerador se quedó muy frustrado porque no podía distinguir dónde estaba. Así que cuando los trabajadores cavaron los hoyos de los estanques de refrigeración dispuestos alrededor del acelerador, hizo que apilasen la tierra de modo que formara ese inmenso círculo. Para resaltarlo, construyó un canal de unos tres metros de ancho que lo rodea e instaló unas bombas móviles que lanzan surtidores de agua al aire. El canal, además de su efecto visual, tiene una función: lleva el agua refrigerante del acelerador. Es extraña la belleza del conjunto. En las fotos de satélites tomadas a unos 500 kilómetros sobre el suelo, el talud y el canal —que desde esa altura parecen un círculo perfecto— son la característica más nítida del paisaje del norte de Illinois.
Las 267 ha de tierra, más de dos kilómetros y medio cuadrados que encierra el anillo del acelerador, albergan una curiosa recuperación del pasado. El laboratorio está restaurando la pradera dentro del anillo. Se ha replantado buena parte de la hierba alta de la pradera original, casi extinguida por las hierbas europeas durante los últimos doscientos años, gracias a varios cientos de voluntarios que han ido recogiendo semillas de los restos de pradera que quedan en el área de Chicago. Cisnes trompeteros y gansos y grullas canadienses viven en las lagunas someras que salpican el interior del anillo.
Al otro lado de la carretera, al norte del anillo principal, hay otro proyecto de restauración: un pasto donde rumia una manada de cien búfalos. La manada se compone de animales traídos de Colorado y Dakota del Sur y de unos pocos de la propia Illinois, si bien los búfalos no han medrado en el área de Batavia desde hace ochocientos años. Antes de esa fecha abundaban las manadas donde hoy rumian los físicos. Los arqueólogos nos dicen que la caza del búfalo sobre los terrenos que ahora ocupa el Fermilab se remonta a hace nueve mil años, como demuestra la cantidad de cabezas de flecha encontradas en la región. Parece que una tribu de norteamericanos nativos, que vivía junto al cercano río Fox, envió durante siglos a sus cazadores a lo que ahora es el Fermilab; acampaban allí, cazaban sus piezas y volvían con ellas al asentamiento del río.
Hay a quienes los búfalos de hoy les dejan un tanto preocupados. Una vez, mientras yo promovía el laboratorio en el programa de Phil Donahue, una señora que vivía cerca de la instalación telefoneó. «El doctor Lederman hace que el laboratorio parezca bastante inofensivo —se quejaba—. Si es así, ¿por qué tienen todos esos búfalos? Todos sabemos que son sumamente sensibles al material radiactivo.» Creía que los búfalos eran como los canarios de las minas, sólo que preparados para detectar radiactividad en vez de gas. Me imagino que se figuraba que yo no le quitaba ojo a la manada desde mi oficina del rascacielos, listo para salir corriendo hacia el aparcamiento en cuanto uno hincase la rodilla. La verdad es que los búfalos, búfalos son. Un contador Geiger es un detector de radiactividad mucho mejor y no come tanta hierba.
Conducid hacia el este por Pine Street, alejándoos del Wilson Hall, y llegaréis a varias instalaciones importantes más, entre ellas la del detector del colisionador (el CDF), que se ha diseñado para sacar el mayor partido de nuestros descubrimientos de la materia, y el recientemente construido Centro de Ordenadores Richard P. Feynman, cuyo nombre le viene del gran teórico del Cal Tech que murió hace sólo unos pocos años. Seguid conduciendo; acabaréis llegando a Eola Road. Girad a la derecha y tirad adelante durante un kilómetro y pico o así, y veréis a la izquierda una casa de campo de hace ciento cincuenta años, Ahí viví yo mientras fui el director: en el 137 de Eola Road. No son las señas oficiales. Es sólo el número que decidí ponerle a la casa.
Fue Richard Feynman, precisamente, quien sugirió que todos los físicos pusiesen un cartel en sus despachos o en sus casas que les recordara cuánto es lo que no sabemos. En el cartel no pondría nada más que esto: 137. Ciento treinta y siete es el inverso de algo que lleva el nombre de constante de estructura fina. Este número guarda relación con la probabilidad de que un electrón emita o absorba un fotón. La constante de estructura fina responde también al nombre de alfa, y sale de dividir el cuadrado de la carga del electrón por el producto de la velocidad de la luz y la constante de Planck. Tanta palabra no significa otra cosa sino que ese solo número, 137, encierra los meollos del electromagnetismo (el electrón), la relatividad (la velocidad de la luz) y la teoría cuántica (la constante de Planck). Menos perturbador sería que la relación entre todos estos importantes conceptos hubiera resultado ser un uno o un tres o quizás un múltiplo de pi. Pero ¿137?
Lo más notable de este notable número es su adimensionalidad. La velocidad de la luz es de unos 300.000 kilómetros por segundo. Abraham Lincoln medía 1,98 metros. La mayoría de los números vienen con dimensiones. Pero resulta que cuando uno combina las magnitudes que componen alfa, ¡se borran todas las unidades! El 137 está solo: se exhibe desnudo a donde va. Esto quiere decir que a los científicos de Marte, o a los del decimocuarto planeta de la estrella Sirio, aunque usen Dios sabe qué unidades para la carga y la velocidad y qué versión de la constante de Planck, también les saldrá 137. Es un número puro.
Los físicos se han devanado los sesos con el 137 durante los últimos cincuenta años. Werner Heisenberg proclamó una vez que todas las fuentes de perplejidad que hay en la mecánica cuántica se secarían en cuanto el 137 se explicase definitivamente. Les digo a mis alumnos de carrera que, si alguna vez se encuentran en un aprieto en una gran ciudad de cualquier parte del mundo, escriban «137» en un cartel y lo levanten en la esquina de unas calles concurridas. Al final, un físico acabará por ver que están en apuros y vendrá en su ayuda. (Que yo sepa, nadie ha puesto esto en práctica, pero debería funcionar.)
Una de las historias maravillosas (pero no verificadas) que en el mundillo de la física se cuentan destaca la importancia del 137 y a la vez ilustra la arrogancia de los teóricos. Según este cuento, un notable físico matemático austriaco, y suizo por elección, Wolfgang Pauli, fue, se nos asegura, al cielo, y, por su eminencia como físico, se le concedió una audiencia con Dios.

Pauli, se te permite una pregunta. ¿Qué quieres saber?
Pauli hizo inmediatamente la pregunta que en vano se había esforzado en responder durante los últimos diez años de su vida: «¿Por qué es alfa igual a uno partido por ciento treinta y siete?».
Dios sonrió, cogió la tiza y se puso a escribir ecuaciones en la pizarra. Tras unos cuantos minutos, Él se volvió a Pauli, que hacía aspavientos. «Das ist falsch!» [¡Eso es un cuento chino!]

También se cuenta una historia verdadera —una historia verificable— que pasó aquí en la Tierra. Lo cierto es que a Pauli le obsesionaba el 137, y se tiró incontables horas ponderando su significado. Cuando su asistente le visitó en la habitación del hospital donde se le ingresó para la operación que le sería fatal, el teórico le pidió que se fijara cuando saliese en el número de la puerta. Era el 137. Ahí vivía yo: en el 137 de Eola Road.

Tarde por la noche con Lederman

Una noche, un fin de semana-volvía a casa tras una cena en Batavia—, conduje por los terrenos del laboratorio. En la Eola Road hay varios sitios desde los que se puede ver el edificio central elevándose en el cielo de la pradera. El domingo, a las once y media de la noche, el Wilson Hall da testimonio de lo intenso que es el sentimiento que mueve a los físicos a desvelar los misterios aún no resueltos del universo. Había luces encendidas arriba y abajo por los dieciséis pisos de las torres gemelas, cada uno con su cupo de investigadores de ojos cansados en pos de eliminar las pegas de sus impenetrables teorías sobre la materia y la energía. Por fortuna, pude volver a casa y meterme en la cama. Como director del laboratorio, mis obligaciones del turno de noche se habían reducido drásticamente. Podía dormir y dejar los problemas para la mañana siguiente en vez de pasarme la noche trabajando en ellos. Me sentía feliz esa noche por dormir en una cama de verdad en vez de tirado en el suelo del acelerador, a la espera de que salieran los datos. Sin embargo, no paraba de dar vueltas, preocupado con los quarks, con Gina, con los leptones, con Sophia… Finalmente, me puse a contar ovejas para sacarme la física de la cabeza: «… 134, 135, 136, 137…».
De pronto salté de la cama; una sensación de urgencia me empujaba fuera de casa. Saqué la bicicleta del granero, y —en pijama todavía, cayéndoseme las medallas de las solapas mientras pedaleaba— avancé con penosa lentitud hacia el edificio del detector del colisionador. Fue frustrante. Sabía que tenía que atender a un negocio muy importante, pero es que no podía hacer que la bicicleta se moviera más deprisa. Entonces me acordé de lo que me había dicho un psicólogo hacía poco: que hay un tipo de sueño, al que llaman lúcido, en el que quien sueña sabe que sueña. Y en cuanto lo sabes, me dijo el psicólogo, puedes hacer, dentro del sueño, lo que quieras. El primer paso es dar con una pista de que no estás en la vida real sino soñando. Fue fácil. Sabía condenadamente bien que era un sueño por la cursiva. Odio la cursiva. Cuesta demasiado leerla. Tomé el control de mi sueño. «¡Fuera la cursiva! », grité.
Vale. Esto está mejor. Puse el plato grande y pedaleé a la velocidad de la luz (uno puede hacer cualquier cosa en un sueño, ¿no?) hacia el CDF. Ay, demasiado deprisa: había dado ocho vueltas a la Tierra y vuelto a casa. Cambié a un plato más pequeño y pedaleé a doscientos agradables kilómetros por hora hacia el edificio. Hasta las tres de la mañana el aparcamiento estaba muy lleno; en los laboratorios de aceleradores los protones no paran cuando se hace de noche.
Silbando una cancioncilla fantasmal entré en el edificio del detector. El CDF es una especie de hangar industrial, donde todo está pintado de azul y naranja brillante. Las oficinas y las salas de ordenadores y de control están a lo largo de una de las paredes; el resto del edificio es un espacio abierto, concebido para albergar el detector, un instrumento de tres pisos de alto y 500.000 toneladas de peso. A unos doscientos físicos y el mismo número de ingenieros les llevó más de ocho años montar este particular reloj suizo de 500.000 arrobas. El detector es polícromo, de diseño radial: sus componentes se extienden simétricamente a partir de un pequeño agujero en el centro. El detector es la joya de la corona del laboratorio. Sin él, no podríamos «ver» qué pasa en el tubo del acelerador, ni qué atraviesa el centro del núcleo del detector. Lo que pasa es que, en el puro centro del detector, se producen las colisiones frontales de los protones y los antiprotones. Las piezas radiales de los elementos del detector vienen más o menos a concordar con el surtidor radial de los cientos de partículas que se producen en la colisión.
El detector se mueve por unos raíles gracias a los cuales puede sacarse este enorme aparato del túnel del acelerador al piso de ensamblaje para su mantenimiento periódico. Solemos programarlo para los meses de verano, cuando las tarifas eléctricas son más altas (si el recibo de la luz pasa de los diez millones de dólares al año, uno hace lo que puede para recortar los costes). Esa noche el detector estaba conectado. Se le había devuelto al túnel, y el pasadizo hacia la sala de mantenimiento estaba sellado con una puerta de acero de tres metros de grueso que bloquea la radiación. El acelerador se ha diseñado de tal forma que los protones y los antiprotones choquen (en su mayoría) en la sección del conducto que pasa por el detector (la «región de colisión»). La tarea del detector, claro está, es detectar y catalogar los productos de las colisiones frontales entre los protones y los p-barra (los antiprotones).
En pijama todavía, me encaminé a la segunda sala de control, donde se registran continuamente los hallazgos del detector. La sala estaba tranquila, tal y como rabia esperar de la hora que era. No deambulaban por el edificio soldadores o trabajadores del tipo que fuese haciendo reparaciones y otras operaciones de mantenimiento, lo que en el turno de día es corriente. Como es usual, las luces de la sala de control eran tenues, para ver y leer mejor el característico resplandor azulado de las docenas de monitores de ordenador. Los ordenadores de la sala de control del CDF eran Macintosh, los mismos microordenadores que podríais comprar para llevar vuestras cuentas o jugar al Cosmic Ozmo. Reciben la información de un inmenso ordenador «hecho en casa» que funciona en tándem con el detector a fin de poner orden en los residuos dejados por la colisión de los protones y los antiprotones. Ese ordenador hecho en casa es en realidad un depurado sistema de adquisición de datos, o DAQ, diseñado por algunos de los científicos más brillantes de las quince universidades, más o menos, de todo el mundo que colaboraron en la construcción del monstruo CDF. El DAQ se programa para que decida cuáles de las cientos o miles de colisiones que ocurren cada segundo son lo suficientemente interesantes o importantes para que se las analice y grabe en la cinta magnética. Los Macintosh controlan la gran variedad de subsistemas que recogen los datos.
Di un vistazo a la sala, y me fui fijando en las numerosas tazas de café vacías y en el pequeño grupo de físicos jóvenes, a la vez hiperexcitados y exhaustos, el resultado de demasiada cafeína y demasiadas horas de turno. A esta hora sólo se encuentra uno estudiantes graduados y jóvenes investigadores posdoctorales (los que acaban de sacar el doctorado), que carecen de la suficiente veteranía para que les toque un turno decente. Era notable el número de mujeres jóvenes, un bien raro en la mayoría de los laboratorios de física. El agresivo reclutamiento del CDF ha rendido sus beneficios, para placer y provecho del grupo.
Allá en la esquina se sentaba un hombre que no encajaba en absoluto en el cuadro. Era delgado, la barba desastrada, No es que pareciese muy diferente a los otros investigadores, pero, no sé cómo, me di cuenta de que no era miembro del equipo. Puede que fuese por la toga. Tenía la vista puesta en un Macintosh y una risa floja. Imaginaos, ¡riéndose en la sala de control del CDF! ¡En uno de los mayores experimentos que la ciencia haya concebido! Creí que lo mejor era que pusiese las cosas en su sitio.
Lederman: Perdóneme. ¿Es usted el nuevo matemático que se suponía nos iban a mandar de la Universidad de Chicago?
El tipo de la toga: Ese es mi oficio, la ciudad no. El nombre es Demócrito. Vengo de Abdera, no de Chicago. Me llaman el Filósofo que Ríe.
Lederman: ¿Abdera?
Demócrito: Localidad de Tracia, en Grecia propiamente dicha.
Lederman: No recuerdo haber llamado a nadie de Tracia. No nos hace falta un filósofo que ríe. En el Fermilab soy yo quien cuenta todos los chistes.
Demócrito: Sí, he oído hablar del Director que Ríe. No se preocupe. Dudo que me quede aquí mucho tiempo; no, por lo menos, habida cuenta de lo que he visto hasta ahora.
Lederman: Entonces, ¿por qué está usted ocupando un sitio en la sala de control?
Demócrito: Busco algo. Algo muy pequeño.
Lederman: Ha venido al lugar apropiado. Lo pequeño es nuestra especialidad.
Demócrito: Eso me han dicho. Llevo buscándolo veinticuatro siglos.
Lederman: ¡Ah, usted es ese Demócrito!
Demócrito: ¿Conoce a otro?
Lederman: Ya sé. Usted es como el ángel Clarence en Qué bello es vivir, enviado aquí para decirme que no me suicide. La verdad es que estaba pensando en cortarme las muñecas. No somos capaces de encontrar el quark top.
Demócrito: ¡Suicidarse! Me recuerda a Sócrates. No, no soy un ángel. El concepto ese de inmortalidad apareció una vez muerto yo; lo hizo popular el cabeza hueca de Platón.
Lederman: Pero, si no es inmortal, ¿cómo puede estar aquí? Usted murió hace más de dos mil años.
Demócrito: Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, de las que se sueñan en tu filosofía.
Lederman: Me resulta familiar.
Demócrito: Lo he cogido de uno que conocí en el siglo XVI. Pero, por responder a su pregunta, hago lo que llamáis un viaje por el tiempo.
Lederman: ¿Un viaje por el tiempo? ¿Descubristeis los viajes por el tiempo en el siglo V a.C.?
Demócrito: El tiempo es una masa de pan. Va hacia adelante, va hacia atrás. Uno se monta en él y se baja, como vuestros surfistas de California. Cuesta hacerse una idea. Caray, si hasta hemos enviado a algunos de nuestros licenciados a vuestra era. Uno, Stephenius Hawking, ha armado todo un revuelo, he oído decir. Se especializó a «tiempo». Le enseñamos todo lo que sabe.
Lederman: ¿Por qué no publicó usted su descubrimiento?
Demócrito: ¿Publicar? Escribí sesenta y siete libros y habría vendido montañas, pero el editor se negó a hacerles campañas de publicidad. Casi todo lo que sabéis de mí lo sabéis gracias a los escritos de Aristóteles. Pero déjeme que le ponga un poco al tanto. Viajé. Chico, ¡ya creo que viajé! Cubrí más territorio que cualquier otro hombre de mi tiempo, haciendo las más amplias investigaciones, y vi más climas y países, y escuché a más hombres famosos…
Lederman: Pero Platón no podía ni verle. ¿Es verdad que a él le gustaban tan poco las ideas de usted que quiso que quemaran todos sus libros?
Demócrito: Sí, y esa cabra loca vieja y supersticiosa casi lo consiguió. Y luego ese fuego de Alejandría quemó, literalmente, mi reputación. Por eso los llamados modernos sabéis tan poco de la manipulación del tiempo. Ahora no oigo hablar nada más que de Newton, Einstein…
Lederman: Entonces, ¿a qué viene esta visita a Batavia en los años noventa?
Demócrito: Sólo quiero comprobar una de mis ideas, una que, por desgracia, mis compatriotas abandonaron.
Lederman: Apuesto a que se refiere al átomo, al atomos.
Demócrito: Sí, el á-tomo, la partícula última, indivisible e invisible. El ladrillo con el que se hace la naturaleza. He ido saltando por el tiempo adelante para ver hasta qué punto se ha refinado mi teoría.
Lederman: Y su teoría era…
Demócrito: ¡Ya me está hartando, joven! Sabe muy bien cuáles son mis creencias. No se olvide: he estado brincando de siglo en siglo, decenio a decenio. Sé muy bien que los químicos del siglo XIX y los físicos del XX han estado dándoles vueltas a mis ideas. No me interprete mal; hicisteis bien. Si Platón hubiese sido tan sabio…
Lederman: Sólo quería oírlo dicho con sus propias palabras. Conocemos su obra más que nada por los escritos de otros.
Demócrito: Muy bien. Vamos allá por enésima vez. Si sueno aburrido es porque hace poco le expliqué todo esto con detalle a ese tal Oppenheimer. Por favor, no me interrumpa con tediosas lucubraciones sobre los paralelismos entre la física y el hinduismo.
Lederman: ¿Le gustaría oír mi teoría sobre el papel de la comida china en la violación de la simetría especular? Es tan válida como decir que el mundo está hecho de aire, tierra, fuego y agua.
Demócrito: ¿Por qué no se queda quietecito y me deja empezar por el principio? Siéntese cerca del Macintosh, o como se llame, y preste atención. Para que entienda mi obra, y la de todos nosotros los atomistas, hemos de remontarnos a hace dos mil seiscientos años. Tenemos que empezar doscientos años antes de que yo naciese, con Tales. Vivió alrededor del 600 a.C. en Mileto, una ciudad provinciana de Jonia, la tierra que llamáis ahora Turquía.
Lederman: Tales también era filósofo, ¿no?
Demócrito: ¡Y qué filósofo! El primer filósofo griego. Pero la verdad es que los filósofos de la Grecia presocrática sabían muchas cosas. Tales era un matemático y un astrónomo consumado. Perfeccionó su formación en Egipto y Mesopotámia. ¿Sabe que predijo un eclipse de Sol que hubo al final de la guerra entre lidios y medas? Realizó uno de los primeros almanaques —tengo entendido que hoy les dejáis esta tarea a los campesinos— y enseñó a nuestros marinos a llevar un barco por la noche guiándose por la constelación de la Osa Menor. Fue además un consejero político, un avispado hombre de negocios y un buen ingeniero. A los filósofos de la Grecia arcaica se les respetaba no sólo por el hermoso laborar de sus mentes, sino también por sus talentos prácticos, o su ciencia aplicada, como diríais vosotros. ¿Hay alguna diferencia con los físicos de hoy?
Lederman: De vez en cuando hemos sabido hacer algo útil. Pero lamento decir que nuestros logros suelen estar muy enfocados en un punto concreto, y entre nosotros hay muy pocos que sepan griego.
Demócrito: Entonces es una suerte para usted que yo hable en inglés, ¿a que sí? Sea como sea, Tales, como yo mismo, se hacía una pregunta básica: «¿De qué está hecho el mundo, y cómo funciona?». A nuestro alrededor vemos lo que parece un caos. Brotan las flores, y mueren. Las inundaciones destruyen la tierra. Los lagos se convierten en desiertos. Los meteoritos caen del cielo. Los tornados salen no se sabe de dónde. De tiempo en tiempo estalla una montaña. Los hombres envejecen y se vuelven polvo. ¿Hay algo permanente, una identidad soterrada, que persista a lo largo de tanto cambio? ¿Cabe reducir todo ello a reglas tan simples que nuestro pobre espíritu pueda entenderlas?
Lederman: ¿Dio Tales una respuesta?
Demócrito: El agua. Tales decía que el agua era el elemento último y primario.
Lederman: ¿Cómo se le ocurrió?
Demócrito: No es una idea tan loca. No estoy del todo seguro de qué pensaba Tales. Pero tenga esto en cuenta: el agua es esencial para el crecimiento, al menos para el de las plantas. Las semillas son de naturaleza húmeda. Pocas cosas hay que no desprendan agua cuando se las calienta. Y el agua es la única sustancia conocida que puede existir en forma sólida, líquida o gaseosa (como vaho o vapor). Quizá pensara que el agua podría transformase en tierra si se llevara el proceso más adelante. No sé. Pero Tales hizo que la ciencia, como vosotros la llamáis, tuviera un gran comienzo.
Lederman: No estaba mal para tratarse del primer intento.
Demócrito: La impresión que hay por el Egeo es que los historiadores, Aristóteles sobre todo, les dieron a Tales y su grupo un mal palo. A Aristóteles le obsesionaban las fuerzas, la causación. Apenas si se puede hablar con él de nada más, y la tomó con Tales y sus amigos de Mileto. ¿Por qué el agua? ¿Y qué fuerza causa el cambio del agua rígida a la etérea? ¿Por qué hay tantas formas diferentes de agua?
Lederman: En la física moderna, eh… en la física de estos tiempos se requieren fuerzas además de…
Demócrito: Tales y su gente podrían muy bien haber injertado la noción de causa en la naturaleza misma de su materia basada en el agua. ¡La fuerza y la materia unificadas! Dejemos esto para más tarde. Podrá entonces hablarme de esas cosas que llamáis gluones y supersimetría y…
Lederman: [mesándose frenéticamente los cabellos]: Esto… ¿y qué más hizo este genio?
Demócrito: Tenía algunas ideas convencionalmente místicas. Creía que la Tierra flotaba en agua. Creía que los imanes tenían alma porque pueden mover el hierro. Pero creía también, por mucho que haya a nuestro alrededor una gran variedad de «cosas», en la simplicidad, en que hay una unidad en el universo. Tales, para darle al agua un papel especial, combinaba una serie de argumentos racionales con todas las antiguallas mitológicas que tenía a mano.
Lederman: Me imagino que Tales creía que Atlas, de pie sobre una tortuga, llevaba el mundo a cuestas.
Demócrito: Au contraire. Tales y sus colegas celebraron una importantísima reunión, seguramente en el reservado de un restaurante en el centro de Mileto. I habiendo bebido una cierta cantidad de vino egipcio, mandaron a Atlas al garete y adoptaron un acuerdo solemne: «Del día de hoy en adelante, las explicaciones y teorías relativas a la manera en que el mundo funciona se basarán estrictamente en argumentos lógicos. Ni una superstición más. Que no se invoque más a Atenea, Zeus, Hércules, Ra, Buda, Lao-Tze. Veamos si podemos dar con ello por nosotros solos». Quizá sea este el acuerdo más importante jamás adoptado. Era el 650 a.C., un jueves por la noche seguramente; fue el nacimiento de la ciencia.
Lederman: ¿Es que cree que nos hemos librado ya de la superstición? ¿No conoce a nuestros creacionistas? ¿Y a nuestros extremistas de los derechos de los animales?
Demócrito: ¿Aquí en el Fermilab?
Lederman: No, pero no andan demasiado lejos. Pero dígame: ¿cuándo salió la idea esa de la tierra, del aire, del fuego y del agua?
Demócrito: ¡Eche el freno! Antes de que lleguemos a esa teoría vienen unos cuantos fulanos. Anaximandro, por decir sólo uno. Era un compañero joven de Tales, en Mileto. También Anaximandro ganó sus galones haciendo cosas prácticas, como, por ejemplo, confeccionarles a los marinos milesios un mapa del mar Negro. Al igual que Tales, andaba tras un ladrillo primario del que estuviese hecha la materia, pero decidió que no podía ser el agua.
Lederman: Otro gran avance del pensamiento griego, qué duda cabe. ¿Cuál era su candidato, la baklava?
Demócrito: Ríase. Pronto llegaremos a vuestras teorías. Anaximandro fue otro genio práctico y, como su mentor Tales, empleó su tiempo libre en participar en el debate filosófico. La lógica de Anaximandro era bastante sutil. Consideraba que el mundo estaba compuesto por contrarios en guerra: lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco. El agua extingue el fuego, el sol seca el agua, etcétera. Por lo tanto, la sustancia primaria del universo no podía ser el agua o el fuego o cualquier cosa que se caracterizase por uno de estos contrarios. En ello no habría simetría. Y usted sabe cuánto amamos los griegos la simetría. Por ejemplo, si toda la materia era originalmente agua, como decía Tales, entonces nunca habrían surgido el calor o el fuego, pues el agua no genera el fuego, sino que acaba con él.
Lederman: Entonces, ¿qué propuso corno sustancia primaria?
Demócrito: Lo que llamamos apeiron, que significa «sin bordes». El primer estado de la materia era una masa indiferenciada de proporciones enormes, posiblemente infinitas. Era la «pasta» primitiva, neutra entre los contrarios. Esta idea tuvo una profunda influencia en mi propio pensamiento.
Lederman: ¿Así que ese apeiron era algo por el estilo de su á-tomo, excepto en que se trataba de una sustancia infinita, lo contrario a una partícula infinitesimal? ¿Eso no confunde más las cosas?
Demócrito: No; es que Anaximandro no se paraba ahí. El apeiron era infinito, tanto en el espacio como en el tiempo, pero además carecía de estructura; no tenía partes componentes. No era nada sino única y exclusivamente apeiron. Y si tienes que escoger una sustancia primaria, lo mejor es que tenga esa cualidad. De hecho, lo que quiero es llevarle a usted a una posición enojosa haciéndole ver que, tras dos mil años, vais a acabar por apreciar la presciencia de los míos. Lo que Anaximandro hizo fue inventar el vacío. Creo que vuestro A. M. Dirac acabó finalmente por darle al vacío, en los años veinte, las propiedades que se merecía. El apeiron de Anaxi fue el prototipo de mi propio «vacío», una nada en la que se mueven las partículas. Isaac Newton y James Clerk Maxwell lo llamaron éter.
Lederman: Pero ¿qué pasa con la pasta, la materia?
Demócrito: Escuche esto [saca de su toga un rollo de pergamino, y se cuelga de la nariz unas gafas Magnavisión para leer, de las de precio reducido]: Anaximandro dice: «No del agua ni de ningún otro de los llamados elementos, sino de una sustancia diferente que carece de bordes vienen a la existencia todos los cielos y los mundos que hay en ellos. Las cosas perecen volviendo a las que les dieron el ser… los contrarios están en el uno y son separados de él». Ahora bien, sé que los tipos del siglo XX estáis siempre hablando de una materia y una antimateria que se crean en el vacío, que se aniquilan…
Lederman: Claro que sí, pero…
Demócrito: Cuando Anaximandro dice que los contrarios estaban en el apeiron —llámelo usted un vacío, o llámelo éter— y se separaron de él, ¿no se parece a algo que decís vosotros?
Lederman: Algo así, pero me interesan mucho más las razones por las que Anaximandro pensaba esas cosas.
Demócrito: No anticipó, por supuesto, la antimateria. Pero pensaba que en un vacío adecuadamente dotado, los contrarios podrían separarse: lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco, lo dulce y lo amargo. Hoy añadís lo positivo y lo negativo, el norte y el sur. Cuando se combinan, sus propiedades se anulan en un apeiron neutro. ¿No anda cerca?
Lederman: ¿Y qué me dice de los demócratas y los republicanos? ¿Había un griego que se llamaba Republicas?
Demócrito: Muy gracioso. Anaximandro, por lo menos, intentó explicar el mecanismo que crea la diversidad a partir de un elemento primario. Y su teoría condujo a un número de subcreencias, algunas de las cuales hasta podría compartir usted seguramente. Anaximandro creía, por ejemplo, que el hombre evolucionó a partir de animales inferiores, que a su vez descendían de criaturas marinas. La más importante de sus ideas cosmológicas consistía en librarse no sólo de Atlas, sino hasta del océano de Tales que sostenía la Tierra. Imagínesela (sin que se le haya dado aún forma esférica) suspendida en el espacio infinito. No hay a dónde ir. Lo que estaría totalmente de acuerdo con las leyes de Newton si, como creían estos griegos, no hubiera nada más. Anaximandro pensaba también que tenía que haber más de un mundo o universo. Decía que había un número ilimitado de universos, todos perecederos, uno tras otro en sucesión.
Lederman: ¿Como los universos alternativos de Star Trek?
Demócrito: Guárdese sus cuñas publicitarias. La idea de que hay innumerables universos llegó a ser muy importante para nosotros, los atomistas.
Lederman: Espere un minuto. Me estoy acordando de algo que escribió usted y que, a luz de la cosmología moderna, me da escalofríos. Hasta me lo aprendí de memoria. Veamos: «Hay innumerables mundos de diferentes tamaños. En algunos no hay sol ni luna, en otros son mayores que en el nuestro, y los hay que tienen más de un sol y más de una luna».
Demócrito: Sí, los griegos compartimos algunas ideas con vuestro capitán Kirk. Pero vestimos mucho mejor. Comparo más bien mi idea a los universos burbuja sobre los que vuestros cosmólogos inflacionistas andan publicando artículos en estos días.
Lederman: Por eso, la verdad, me quedé como quien ve visiones. Uno de sus predecesores, ¿no creía que el aire era el elemento último?
Demócrito: Se refiere a Anaxímenes, joven compañero de Anaximandro y el último del grupo de Tales. La verdad es que dio un paso atrás con respecto a Anaximandro y dijo; como Tales, que había un elemento primordial común, sólo que según él ese elemento era el aire, no el agua.
Lederman: Debería haber hecho caso a su mentor; entonces habría descartado algo tan prosaico como el aire.
Demócrito: Sí, pero Anaxímenes dio con un inteligente mecanismo que explicaba la transformación de varias formas de materia a partir de esa sustancia primaria. De mis lecturas colijo que usted es uno de esos experimentadores.
Lederman: Yeah. ¿Le supone a usted eso algún problema?
Demócrito: Me he dado cuenta de sus sarcasmos hacia buena parte de la teoría griega. Sospecho que sus prejuicios le vienen de que muchas de esas ideas, aun cuando el mundo que nos rodea nos sugiera que son verosímiles, no se prestan a una verificación experimental concluyente.
Lederman: Es verdad. Los experimentadores quieren entrañablemente las ideas que pueden verificarse. Así es como nos ganamos la vida.
Demócrito: Podría entonces sentir más respeto por Anaxímenes; sus creencias se basaban en la observación. Teorizaba que los distintos elementos de la materia se separaban del aire mediante la condensación y la rarefacción. Se puede reducir el aire a rocío y viceversa. El calor y el frío transforman el aire en sustancias diferentes. Para ver cómo se conecta el calor con la rarefacción y el frío con la condensación, Anaxímenes aconsejaba que se realizase el siguiente experimento: espírese con los labios casi cerrados; el aire saldrá frío. Pero si se abre mucho la boca, el aliento será más caliente.
Lederman: Al Congreso le encantaría Anaxímenes. Sus experimentos son más baratos que los míos. Y tanto darse aire…
Demócrito: Lo he cogido, pero quería disipar su idea de que los griegos de la Antigüedad no hacían ningún experimento. El mayor problema de los pensadores del estilo de Tales y Anaximandro era su creencia de que las sustancias se podían transformar: el agua podía volverse tierra; el aire, fuego. No puede pasar. Nadie se enfrentó a esta pega de nuestra filosofía hasta la aparición de dos de mis contemporáneos, Parménides y Empédocles.
Lederman: Empédocles es el de la tierra, el aire, etcétera, ¿no? Refrésqueme las ideas sobre Parménides.
Demócrito: A menudo le llaman el padre del idealismo, porque ese necio de Platón tomó buena parte de su pensamiento, pero en realidad era un materialista de tomo y lomo. Hablaba mucho del Ser, pero su Ser era material. En esencia, Parménides sostenía que el Ser no podía ni empezar a existir ni desaparecer. La materia no podía andar entrando y saliendo de la existencia. Ahí está y no podemos destruirla.
Lederman: Bajemos al acelerador y le enseñaré lo equivocado que estaba Parménides. Metemos materia en la existencia y la sacamos de ella todo el rato.
Demócrito: De acuerdo, de acuerdo. Pero es una noción importante. Parménides abrazaba una idea que a los griegos nos es muy querida: la de unicidad. La totalidad. Lo que existe, existe. Es completo y duradero. Tengo la impresión de que usted y sus colegas también abrazan la idea de unidad.
Lederman: Sí, es un concepto duradero y entrañable. Nos esforzamos por alcanzar la unidad en nuestras creencias siempre que podemos. La gran unificación es una de nuestras obsesiones actuales.
Demócrito: Y la verdad es que no podéis hacer que exista nueva materia a voluntad. Creo que tenéis que añadir energía en el proceso.
Lederman: Es verdad, y tengo la factura de la luz para probarlo.
Demócrito: Así que, en cierta forma, Parménides no andaba tan descaminado. Si se incluyen tanto la materia como la energía en lo que él llamaba Ser, entonces hay que darle la razón. El Ser, entonces, no puede empezar a existir ni desaparecer, al menos no de una forma total. Y sin embargo, los sentidos nos dicen otra cosa. Vemos que los árboles se queman hasta las raíces. Al fuego puede destruirlo el agua. El aire caliente del verano evapora el agua. Salen las flores, y mueren. Empédocles vio una forma de evitar esta contradicción aparente. Coincidía con Parménides en que la materia ha de conservarse, que no puede aparecer o desaparecer al azar. Pero discrepaba de Tales y Anaxímenes por lo que se refiere a que un tipo de materia pueda convertirse en otro. ¿Cómo, entonces, cabía explicar el cambio constante que vemos a nuestro alrededor? Hay sólo cuatro tipos de materia, dijo Empédocles. Sus tierra, aire, fuego y agua famosos. No se convierten en otros tipos de materia; son las partículas inmutables y últimas que forman los objetos concretos del mundo.
Lederman: Esto ya es otra cosa.
Demócrito: Pensaba que le iba a gustar. Los objetos empiezan a existir por la mezcla de estos elementos, y dejan de serlo al separarse sus elementos., Pero los elementos mismos —la tierra, el aire, el agua, el fuego— ni empiezan a existir ni desaparecen, sino que permanecen inmutables. Ni que decir tiene que discrepo de él en cuanto a la identidad de estas partículas, pero por lo que se refiere a los principios fundamentales el suyo fue un salto intelectual importante. Sólo hay unos pocos ingredientes básicos en el mundo, y los objetos se construyen mezclándolos de muchísimas maneras. Por ejemplo, Empédocles dijo que el hueso se compone de dos partes de tierra, dos de agua y cuatro de fuego. Por ahora se me escapa cómo llegó a esta receta.
Lederman: Probamos la mezcla de aire-tierra-fuego-agua y lo único que nos salió fue barro caliente con burbujas.
Demócrito: Pon la discusión en manos de un «moderno», que ya la degradará.
Lederman: ¿Y qué pasa con las fuerzas? Parece que los griegos no os disteis cuenta de que además de las partículas hacen falta fuerzas.
Demócrito: Yo tengo mis dudas, pero Empédocles estaría de acuerdo. Cayó en la cuenta de que eran necesarias fuerzas para fundir estos elementos y formar así otros objetos, y sacó a colación dos: el amor y la discordia; el amor para que las cosas se junten, la discordia para separarlas. Quizá no sea muy científico, pero los científicos de su época, ¿no tienen acaso un sistema de creencias similar sobre el universo? ¿Unas cuantas partículas y un conjunto de fuerzas? ¿No se les da a veces nombres caprichosos?
Lederman: En cierta forma, sí. Tenemos lo que llamamos el «modelo estándar», según el cual cabe explicar todo lo que sabemos del universo con la interacción de una docena de partículas y cuatro fuerzas.
Demócrito: Ahí lo tiene. No parece que la visión del mundo de Empédocles suene tan diferente, ¿no? Dijo que se podía explicar el universo con cuatro partículas y dos fuerzas. Vosotros sólo habéis añadido unas cuantas más, pero la estructura de ambos modelos es parecida, ¿o no?
Lederman: Sin duda, pero no coincidimos en el contenido: fuego, tierra, discordia…
Demócrito: Bueno, supongo que algo tendréis que enseñar tras dos mil años de trabajo duro. Pero, no, yo tampoco acepto el contenido de la teoría de Empédocles.
Lederman: Entonces, ¿en qué cree usted?
Demócrito: ¡Ah, ahora entramos en materia! La obra de Parménides y Empédocles preparó el terreno para la mía. Creo en el á-tomo, o átomo, que no se puede partir. El átomo es el ladrillo de que está hecho el universo. Toda materia se compone de disposiciones diversas de átomos. Es la cosa más pequeña que hay en el universo.
Lederman: ¿Teníais en el siglo V a.C. los instrumentos necesarios para hallar objetos invisibles?
Demócrito: No exactamente para «hallarlos».
Lederman: ¿Para qué entonces?
Demócrito: Quizá «descubrir» sea una palabra mejor. Descubrí el átomo mediante la Razón Pura.
Lederman: Lo que está diciéndome es que sólo pensó en ello. No se molestó en hacer algún experimento.
Demócrito: [con gestos se refiere a las secciones lejanas del laboratorio]: Algunos experimentos los hace mejor la mente que los mayores y más precisos instrumentos.
Lederman: ¿Qué le dio a usted la idea de los átomos? Fue, he de admitirlo, una hipótesis brillante. Pero va mucho más lejos que las ideas que la precedieron.
Demócrito: El pan.
Lederman: ¿El pan? ¿Para ganárselo se le ocurrió a usted?
Demócrito: No hablo de ese pan. Fue antes de la era de las subvenciones. Me refiero al pan de verdad. Un día, durante un prolongado ayuno, alguien entró en mi estudio con un pan recién sacado del horno. Antes de verlo ya sabía que era pan. Pensé: una esencia invisible del pan ha viajado hasta llegar a mi nariz griega. Hice una nota sobre los olores y reflexioné sobre otras «esencias viajeras». Un charco de agua se encoge y acaba por desaparecer. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Es posible que, como le pasaba a mi pan caliente, salten del charco unas esencias invisibles del agua y viajen largas distancias? Un montón de pequeñeces así; las ves, piensas en ellas, hablas de ellas. Mi amigo Leucipo y yo discutimos días y días, a veces hasta que salía el Sol y nuestras mujeres venían con un garrote a por nosotros. Al final llegamos a la conclusión de que si todas las sustancias estaban hechas de átomos, invisibles porque eran demasiado pequeños para el ojo humano, tendríamos demasiados tipos diferentes: átomos de agua, átomos de hierro, átomos de pétalos de margarita, átomos de las patas de delante de una abeja. Un sistema tan feo que no sería griego. Entonces se nos ocurrió una idea mejor. Ten sólo unos cuantos estilos de átomos, el liso, el basto, el redondo, el angular, y un número selecto de formas diferentes, pero un suministro de cada tipo infinito. Ponlos entonces en el espacio vacío. (¡Chico, tendrías que haber visto toda la cerveza que tomamos para entender el espacio vacío! ¿Cómo defines «nada en absoluto»?) Que esos átomos se muevan al azar. Que se muevan sin cesar, que choquen ocasionalmente y a veces se peguen y junten. Entonces una colección de átomos hará el vino, otra el vaso en que se sirve, el queso ditto feta, la baklava y las aceitunas.
Lederman: ¿No arguyó Aristóteles que esos átomos caerían naturalmente?
Demócrito: Ese es su problema. ¿No se ha quedado nunca mirando las motas de polvo que danzan en un haz de luz que entra en una habitación a oscuras? El polvo se mueve en todas y cada una de las direcciones, justo como los átomos.
Lederman: ¿Cómo llegó a la idea de la indivisibilidad de los átomos?
Demócrito: En mi cabeza. Imagínese un cuchillo de bronce pulido. Le pedimos a nuestro sirviente que se pase el día entero afilando el borde hasta que pueda cortar una brizna de hierba cogida por la otra punta. Satisfecho por fin, me pongo manos a la obra. Cojo un trozo de queso…
Lederman: Feta?
Demócrito: Por supuesto. Lo parto en dos con el cuchillo. Y así una y otra vez, hasta que me quede una pizca tan pequeña que no pueda cogerla. Entonces pienso que si yo mismo fuera mucho más pequeño, la pizca me parecería mucho mayor y podría cogerla, y con el cuchillo mejor afilado todavía, podría partirla y partirla. Y entonces tengo que reducirme a mí mismo otra vez mentalmente, al tamaño de un grano en la nariz de una hormiga. Sigo partiendo el queso. Si el proceso se repite lo suficiente, ¿sabe cuál sería el resultado?
Lederman: Claro, un feta-compli.
Demócrito: [gruñe]: Hasta el Filósofo que Ríe se queda sin palabras ante un chiste horrible. Si puedo continuar… Acabaré por llegar a un trozo de pasta tan duro que no se podrá cortarlo nunca, aun cuando hubiera tantos sirvientes como para afilar el cuchillo durante cien años. Creo que, por necesidad, el objeto más pequeño no puede partirse. Es inconcebible que podamos seguir partiendo para siempre, como dicen algunos a los que llaman doctos filósofos. Ahora tenemos el objeto último que no cabe partir, el atomos.
Lederman: ¿Y usted planteó esa idea en la Grecia del siglo V a.C.?
Demócrito: Sí, ¿por qué? ¿Son tan diferentes vuestras ideas hoy?
Lederman: Bueno, la verdad es que son casi las mismas. Lo que pasa es que odiamos que usted lo haya publicado antes.
Demócrito: Pero lo que los científicos llamáis átomo no es lo que yo tenía en mente.
Lederman: Ah, eso es culpa de algunos químicos del siglo XIX. No, nadie cree hoy que los átomos de la tabla periódica de los elementos —el hidrógeno, el oxígeno, el carbón, etcétera— sean objetos indivisibles. Esos tíos corrieron demasiado. Creyeron que habían encontrado los átomos en que usted pensaba. Pero faltaban todavía muchos cortes de cuchillo antes del queso último.
Demócrito: ¿Y hoy ya lo habéis encontrado?
Lederman: Los habéis encontrado. Hay más de uno.
Demócrito: Sí, claro. Leucipo y yo creíamos que había muchos.
Lederman: Pensaba que Leucipo no existió en realidad.
Demócrito: Dígaselo a la señora de Leucipo. ¡Ah, ya sé que algunos eruditos piensan que era un personaje ficticio! Pero era tan real como el Macintosh este o como se llame [da un golpe en la parte de arriba del ordenador], sea lo que sea. Leucipo era de Mileto, como Tales y los demás. Y elaboramos juntos nuestra teoría atómica, así que cuesta recordar a quién se le ocurrió qué. Sólo porque era unos pocos años mayor, dicen que fue mi maestro.
Lederman: Pero fue usted quien insistió en que había muchos átomos.
Demócrito: Sí, de eso sí me acuerdo. Hay un número infinito de unidades indivisibles. Difieren en tamaño y forma, pero aparte de eso no tienen ninguna otra propiedad real que no sea la solidez, que no sea la impenetrabilidad.
Lederman: Tienen forma pero por lo demás carecen de estructura.
Demócrito: Sí, es una buena manera de expresarlo.
Lederman: Así que, en su modelo estándar, por así llamarlo, ¿cómo relaciona usted las cualidades de los átomos con las de las cosas que forman?
Demócrito: Bueno, no es tan específico. Concluimos que las cosas dulces, por ejemplo, estaban hechas de átomos lisos y las amargas de átomos cortantes. Lo sabemos porque hieren la lengua. Los líquidos están compuestos por átomos redondos y los átomos metálicos tienen pequeños rizos que los mantienen juntos. Por eso son los metales tan duros. El fuego lo componen pequeños átomos esféricos, y lo mismo el alma del hombre. Como Parménides y Empédocles teorizaron, no puede nacer ni destruirse nada que sea real. Los objetos que vemos alrededor cambian constantemente, pero eso es porque están hechos de átomos, que pueden ensamblarse y desensamblarse.
Lederman: ¿Cómo ocurre ese ensamblarse y desensamblarse?
Demócrito: Los átomos están en constante movimiento. A veces, cuando tienen formas que encajan, se combinan, y así se crean objetos lo suficientemente grandes para que los podamos ver: los árboles, el agua, las dolmades. Ese movimiento constante puede hacer también que los átomos se separen y engendrar el cambio aparente de la materia que vemos a nuestro alrededor.
Lederman: Pero ¿no se crea materia nueva ni se destruye en términos atómicos?
Demócrito: No. Es una ilusión.
Lederman: Si toda sustancia se crea a partir de estos átomos esencialmente desprovistos de características, ¿por qué son tan diferentes los objetos? ¿Por qué las rocas son duras, por ejemplo, y las ovejas blandas?
Demócrito: Es fácil. Dentro de las cosas duras hay menos espacio vacío. Los átomos están densamente empaquetados. En las cosas blandas hay más espacio.
Lederman: Así que los griegos aceptabais el concepto de espacio. El vacío.
Demócrito: Sin duda. Mi compañero Leucipo y yo inventamos el átomo. Por lo tanto, necesitábamos algún sitio donde ponerlo. Leucipo se lió del todo (y emborrachó un poco) tratando de definir el espacio vacío en el que pudiéramos poner nuestros átomos. Si está vacío, no es nada, y ¿cómo puede definirse nada? Parménides tenía una prueba acorazada de que el espacio vacío no puede existir. Al final decidimos que su prueba no existía. [Se ríe entre dientes] Menudo problema. Hártate de vino de retsina. Durante la época del aire-tierra-fuego-agua, se consideró que el vacío era la quinta esencia (quintaesencial es vuestra palabra). Fue para nosotros un verdadero problema. Los modernos, ¿aceptáis el vacío sin rechistar?
Lederman: No hay más remedio. Nada funciona sin, bueno, la nada. Pero incluso hoy en día es un concepto difícil y complejo. Sin embargo, como usted nos recordó, nuestra «nada», el vacío, siempre está lleno de conceptos teóricos: el éter, la radiación, un mar de energía negativa, el Higgs. Como un cuarto trastero. No sé qué haríamos sin él.
Demócrito: Puede imaginarse lo difícil que era en el 420 a.C. explicar el vacío. Parménides había negado la realidad del espacio vacío. Leucipo fue el primero que dijo que no podría haber movimiento sin un vacío, luego el vacío había de existir. Pero Empédocles sacó un inteligente truco que engañó a la gente por un tiempo. Dijo que el movimiento podía tener lugar sin espacio vacío. Fijaos en un pez que nada por el océano, dijo. La cabeza aparta el agua, y ésta se mueve de forma instantánea al espacio que deja en la cola el pez en movimiento. Los dos, el pez y el agua, están siempre en contacto. Olvídense del espacio vacío.
Lederman: ¿Y la gente se tragó ese argumento?
Demócrito: Empédocles era un hombre brillante, y ya antes había demolido eficazmente argumentos a favor del vacío. Los pitagóricos, por ejemplo —contemporáneos de Empédocles—, aceptaban el vacío por la razón obvia de que las unidades han de estar separadas.
Lederman: ¿No eran esos los filósofos que se negaban a comer judías?
Demócrito: Sí, y en la época que sea no es tan mala idea. Otras creencias suyas eran banales, como que uno no debía sentarse encima de un celemín o estar sobre los recortes de las uñas de sus propios pies. Pero además hicieron en matemáticas y en geometría algunas cosas interesantes, como usted bien sabe. En el asunto del vacío, sin embargo, Empédocles se la tuvo con ellos porque decían que el vacío está relleno de aire. Para destruir su argumento le bastó con mostrar que el aire era corpóreo.
Lederman: Entonces, ¿cómo llegó usted a aceptar el vacío? Usted respetaba el pensamiento de Empédocles, ¿no?
Demócrito: En efecto, y este punto me tuvo frustrado mucho tiempo. El vacío me crea problemas. ¿Cómo lo describo? Si de verdad no es nada, entonces ¿cómo puede existir? Mis manos están tocando su escritorio. Yendo hacia él, mis palmas han sentido el suave roce del aire que, entre mí y su superficie, rellena el vacío. Pero el aire no puede ser el vacío mismo, como Empédocles puntualizó tan hábilmente. ¿Cómo puedo imaginar mis átomos si no puedo sentir el vacío en el que han de moverse? Y, sin embargo, si quiero explicar el mundo de alguna forma con los átomos, he de definir en primer lugar algo que, al carecer de propiedades, parece tan indefinible.
Lederman: Así que, ¿qué hizo usted?
Demócrito [riéndose]: Decidí no preocuparme. Dejé el problema en el vacío.
Lederman: ¡Oi Vay!
Demócrito: Πeρδου. [Perdón.] Hablando en serio, resolví el problema con mi cuchillo.
Lederman: ¿Ese imaginario que parte el queso en átomos?
Demócrito: No, uno de verdad, con el que se parte, digamos, una manzana de verdad. La hoja tiene que encontrar espacios vacíos por donde pueda penetrar.
Lederman: ¿Y si la manzana está compuesta de átomos sólidos, empaquetados sin que quede un hueco?
Demócrito: Entonces sería impenetrable, porque los átomos son impenetrables. No, toda la materia que vemos y palpamos se puede partir si se tiene una hoja lo bastante afilada. Luego el vacío existe. Pero casi siempre me decía a mí mismo por aquel entonces, y aún lo creo, que uno no debe quedarse estancado para siempre por culpa de los impasses lógicos. Tiramos adelante, continuamos como si se pudiera aceptar la nada. Si vamos a seguir buscando la clave del funcionamiento de todas las cosas, este ejercicio será importante para nosotros. Debemos preparamos a correr el riesgo de caer mientras tomamos nuestro camino por el filo de la navaja de la lógica. Supongo que a vosotros, los experimentadores modernos, os chocará esta actitud. Tenéis la necesidad de probar todos y cada uno de los puntos para progresar.
Lederman: No, su punto de vista es muy moderno. Nosotros hacemos lo mismo. Damos cosas por sentado, o nunca iríamos a parte alguna. A veces hasta le prestamos atención a lo que dicen los teóricos. Y se nos conoce por haberles dado la espalda a quebraderos de cabeza que dejamos para los físicos del futuro.
Demócrito: Ya empieza a tener sentido lo que dice usted.
Lederman: Así que, en resumidas cuentas, su universo es muy simple.
Demócrito: Aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión.
Lederman: Si usted lo ha resuelto todo, ¿por qué está aquí, a finales del siglo XX?
Demócrito: Como dije, llevo esperando siglos ver cuándo coinciden, si es que llega a suceder, las opiniones del hombre con la realidad. Sé que mis paisanos rechazaron el á-tomo, la partícula última. Colijo que en 1993 la gente no sólo lo acepta, sino que cree que han dado con él.
Lederman: Sí y no. Creemos que hay una partícula última, pero no, en absoluto, como usted dijo.
Demócrito: ¿Cómo entonces?
Lederman: Para empezar, si bien usted cree que el á-tomo es el ladrillo esencial, en realidad cree que hay muchos tipos de á-tomos; los á-tomos de los metales tienen rizos; los á-tomos lisos forman el azúcar y otras cosas dulces; los á-tomos cortantes constituyen los limones, las sustancias ácidas. Etcétera.
Demócrito: ¿Y adónde va a parar usted?
Lederman: A que es demasiado complicado. Nuestro á-tomo es mucho más simple. En su modelo habría una variedad excesiva de á-tomos. Lo mismo podría haber tenido uno para cada tipo de sustancia. Nuestra esperanza es hallar un solo «á-tomo».
Demócrito: Admiro ese ansia de simplicidad, pero ¿cómo podría funcionar un modelo así? ¿Cómo sacáis la variedad de un solo á-tomo y qué es ese á-tomo?
Lederman: En este momento tenemos un número pequeño de á-tomos. A un tipo de á-tomo lo llamamos «quark» y a otro «leptón»; reconocemos seis formas de cada tipo.
Demócrito: ¿En qué se parecen a mi á-tomo?
Lederman: Son indivisibles, sólidos, carentes de estructura. Son invisibles. Son… pequeños.
Demócrito: ¿Cuán pequeños?
Lederman: Creemos que el quark es puntual. No tiene dimensiones y, al contrario que su á-tomo, no tiene, por lo tanto, forma.
Demócrito: ¿Sin dimensiones? ¿Y sin embargo existe, y es sólido?
Lederman: Creemos que es un punto matemático, así que la cuestión de su solidez es discutible. La solidez aparente de la materia depende de los detalles de la manera en que se combinan los quarks unos con otros y con los leptones.
Demócrito: Cuesta pensar en eso. Pero déme tiempo. Entiendo el problema teórico al que os enfrentáis aquí. Creo que puedo aceptar el quark, esa sustancia sin dimensiones. Sin embargo, ¿cómo podéis explicar la variedad del mundo que nos rodea —los árboles, los gansos y los Macintosh— con tan pocas partículas?
Lederman: Los quarks y los leptones se combinan para formar cualquier otra cosa que haya en el universo. Y tenemos seis de cada. Podemos hacer millones y millones de cosas con sólo dos quarks y un leptón. Por un tiempo pensamos que eso era todo lo que necesitábamos. Pero la naturaleza quiere más.
Demócrito: Estoy de acuerdo en que tener doce partículas es más simple que mis numerosos á-tomos, pero doce no deja de ser un número grande.
Lederman: Los seis tipos de quarks quizá sean manifestaciones diferentes de una misma cosa. Decimos que hay seis «sabores» de quarks. Gracias a esto podemos combinar los distintos quarks para construir todas las formas de materia. Pero no hace falta que haya un sabor de quark distinto para cada tipo de objeto del universo —uno para el fuego, uno para el oxígeno, uno para el plomo—, lo que sí es necesario en su modelo.
Demócrito: ¿Cómo se combinan esos quarks?
Lederman: Hay una interacción fuerte entre los quarks, un tipo de fuerza muy curioso que se comporta de manera muy diferente que las fuerzas eléctricas, que también participan.
Demócrito: Sí, conozco el negocio de la electricidad. Tuve una breve charla con ese tal Faraday en el siglo XIX.
Lederman: Un científico brillante.
Demócrito: Quizás, pero sus matemáticas eran horribles. No habría hecho nada en Egipto, donde yo estudié. Pero me estoy saliendo del tema. Usted habla de una interacción fuerte. ¿Se refiere a esa fuerza gravitatoria de la que he oído hablar?
Lederman: ¿La gravedad? Demasiado débil. A los quarks los mantienen en realidad juntos unas partículas que se llaman gluones.
Demócrito: Ah, sus gluones. Ahora hablamos de un tipo totalmente nuevo de partícula. Creía que la materia la hacían los quarks.
Lederman: Y la hacen. Pero no se olvide de las fuerzas. También son partículas, a las que llamamos bosones gauge. Tienen una misión. Han de llevar de la partícula A a la B y de vuelta a la A información sobre la fuerza. Si no, ¿cómo sabría B que A ejerce una fuerza sobre ella?
Demócrito: ¡Toma! ¡Eureka! ¡Qué idea tan griega! A Tales le hubiese encantado.
Lederman: Los bosones gauge o los vehículos de la fuerza o, como los llamamos, los transmisores de la fuerza tienen propiedades —la masa, el espín, la carga— que determinan el comportamiento de la fuerza. Así, por ejemplo, la masa de los fotones, que transportan la fuerza electromagnética, es nula, lo que les deja viajar muy deprisa. Esto indica que la fuerza tiene un alcance muy largo. La interacción fuerte, que los gluones, de masa nula también, transportan, llegan también hasta el infinito, pero la fuerza es tan intensa que los quarks nunca pueden alejarse mucho unos de otros. Las partículas pesadas W y Z, que transportan lo que llamamos fuerza débil, son de corto alcance. Actúan sólo en distancias sumamente minúsculas. Tenemos una partícula para la gravedad, a la que le damos el nombre de gravitón, si bien todavía hemos de ver alguna o, siquiera sea, elaborar una buena teoría para ella.
Demócrito: ¿Y esto es lo que dice usted que es «más simple» que mi modelo?
Lederman: ¿Cómo explicáis los atomistas las distintas fuerzas?
Demócrito: No las explicamos. Leucipo y yo sabíamos que los átomos tenían que estar en movimiento constante, y simplemente lo dimos por bueno. No dimos razón alguna por la que el mundo hubiera de tener en su origen este movimiento atómico incesante, excepto quizá en el sentido milesio de que la causa del movimiento es parte del atributo del átomo. El mundo es lo que es, y hay que aceptar ciertas características básicas. Con todas vuestras teorías sobre las cuatro fuerzas diferentes, ¿podéis discrepar de esta idea?
Lederman: La verdad es que no. Pero ¿quiere esto decir que los atomistas creían firmemente en el destino, o en el azar?
Demócrito: Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad.
Lederman: El azar y la necesidad: dos conceptos opuestos.
Demócrito: No obstante, la naturaleza obedece a los dos. Es verdad que de una semilla de amapola siempre sale una amapola, nunca un cardo. Ahí obra la necesidad. Pero en el número de semillas de amapola que las colisiones de los átomos forman puede muy bien haber participado mucho el azar.
Lederman: Lo que usted dice es que la naturaleza nos reparte una mano de póquer concreta, que depende del azar. Pero esa mano tiene consecuencias necesarias.
Demócrito: Un símil vulgar, pero sí, así son las cosas. ¿Le es este, muy ajeno?
Lederman: No, lo que usted acaba de describir es parecido a una de las creencias fundamentales de la física moderna, que llamamos teoría cuántica.
Demócrito: Ah, sí, esos jóvenes turcos de los años mil novecientos veinte y treinta. No me paré mucho tiempo en esa época. Todas esas luchas con el tal Einstein… Nunca les vi mucho sentido.
Lederman: ¿No disfrutó usted con esos maravillosos debates entre la camarilla cuántica —Niels Bohr, Werner Heisenberg, Max Born y su gente— y los físicos como Erwin Schrödinger y Albert Einstein que argüían contra la idea de que el curso de la naturaleza lo determina el azar?
Demócrito: No me entienda mal. Eran hombres brillantes, todos ellos. Pero sus discusiones acababan siempre en que un partido o el otro sacase el nombre de Dios y los supuestos motivos que Él pudiera tener.
Lederman: Einstein dijo que no podía aceptar que Dios jugase a los dados con el universo.
Demócrito: Sí, siempre se sacaban de la manga la carta escondida de Dios cuando el debate iba mal. Créame, ya tuve suficiente de eso en la Grecia antigua. Incluso mi defensor Aristóteles me mandó a la hoguera por mi creencia en el azar y por aceptar el movimiento como algo dado.
Lederman: ¿Le gustó a usted la mecánica cuántica?
Demócrito: Recuerdo que me gustó, ya lo creo. Conocí luego a Richard Feynman, y me confesó que él tampoco la había entendido nunca. Siempre tuve problemas con… ¡Espere un minuto! Ha cambiado de tema. Volvamos a esas partículas «simples» sobre las que usted balbuceaba. Estaba usted explicando cómo se juntan los quarks para hacer… para hacer ¿qué?
Lederman: Los quarks son los ladrillos de una gran clase de objetos a los que llamamos hadrones. Es una palabra griega que significa «pesado».
Demócrito: ¡Muy bien!
Lederman: Es lo menos que podemos hacer. El objeto más famoso hecho de quarks es el protón. Hacen falta tres quarks para hacer un protón. En realidad, hacen falta tres quarks para hacer los muchos primos hermanos del protón que hay, pero con seis hay muchas combinaciones de tres —creo que son doscientas dieciséis—. Se han descubierto la mayoría de esos hadrones y se les han dado letras griegas por nombres, como lambda (λ), sigma (σ), etcétera.
Demócrito: ¿Es el protón uno de esos hadrones?
Lederman: Y el más corriente de nuestro presente universo. Juntando tres quarks se tiene un protón o un neutrón, por ejemplo. Puede entonces hacerse un átomo añadiéndole un electrón, que pertenece a la clase de partículas llamadas leptones, a un protón. A este átomo en concreto se le llama de hidrógeno. Con ocho protones y el mismo número de neutrones y ocho electrones se construye un átomo de oxígeno. Los neutrones y los protones se apiñan en un diminuto cogollo al que damos el nombre de núcleo. Junte dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, y tendrá agua. Un poco de agua, un poco de carbono, algo de oxígeno, unos cuantos nitrógenos, y más tarde o más temprano tendrá mosquitos, caballos-y griegos.
Demócrito: Y todo empieza con los quarks.
Lederman: ¡Ea!
Demócrito: Y eso es todo lo que hace falta.
Lederman: No exactamente. Hace falta algo que permita a los átomos permanecer juntos y pegarse a otros átomos.
Demócrito: Otra vez los gluones.
Lederman: No, sólo pegan a unos quarks con otros.
Demócrito: ¡Λαστιμα! [¡Lástima!]
Lederman: Ahí es donde Faraday y los demás electricistas, como Carlitos Coulomb, hacen acto de presencia. Estudiaron las fuerzas eléctricas que unen los electrones al núcleo. Los átomos se atraen unos a otros mediante una complicada danza de núcleos y electrones.
Demócrito: Esos electrones, ¿están también detrás de la electricidad?
Lederman: Es una de sus habilidades principales.
Demócrito: ¿Son también, por lo tanto, bosones gauge, como los fotones, los W y los Z?
Lederman: No, los electrones son partículas de la materia. Pertenecen a la familia de los leptones. Los quarks y los leptones constituyen la materia. Los fotones, los gluones, los W, los Z y el gravitón constituyen las fuerzas. Uno de los desarrollos actuales más apasionantes es el que la mera distinción entre materia y energía vaya difuminándose. Todo son partículas. Una nueva simplicidad.
Demócrito: Me gusta más mi sistema. Mi complejidad parece más simple que vuestra simplicidad. Entonces, ¿qué son los otros cinco leptones?
Lederman: Hay tres variedades de neutrinos, más dos leptones llamados el muón y el tau. Pero no entremos en esto ahora. El electrón es, de lejos, el leptón más importante en la economía global del universo de hoy.
Demócrito: Así que debo interesarme sólo por el electrón y los seis quarks. Ellos explican los pájaros, el mar, las nubes…
Lederman: Así es, casi todo lo que hay hoy en el universo está compuesto por sólo dos de los quarks —el up y el down [«arriba» y «abajo»]— y el electrón. Los neutrinos zumban por el universo libremente y saltan de nuestros núcleos radiactivos, pero casi todos los demás quarks y leptones deben fabricarse en nuestros laboratorios.
Demócrito: Entonces, ¿por qué los necesitamos?
Lederman: Es una buena pregunta. Creemos esto: hay doce partículas básicas de la materia. Seis quarks, seis leptones. Sólo unas pocas existen hoy en abundancia. Pero todas estaban en pie de igualdad durante el big bang, el nacimiento del universo.
Demócrito: ¿Y quiénes creen en todo eso, los seis quarks y los seis leptones? ¿Un puñado de vosotros? ¿Unos cuantos renegados? ¿Todos vosotros?
Lederman: Todos nosotros. Por lo menos, todos los físicos de partículas inteligentes. Pero la generalidad de los científicos ha admitido de muy buena gana estas nociones. En eso se fían de nosotros.
Demócrito: Entonces, ¿en qué discrepamos? Dije que había átomos que no se podían partir. Pero había muchísimos. Y se combinaban porque sus formas tenían características complementarias. Usted dice que sólo hay seis o doce de esos «á-tomos». Y no tienen forma, pero se combinan porque sus cargas eléctricas son complementarias. Tampoco se pueden partir sus quarks y leptones. Ahora bien, ¿está seguro de que sólo hay doce?
Lederman: Bueno, depende de cómo se cuente. Hay además seis antiquarks y seis antileptones y…
Demócrito: ¡Πορ λος καλθουθιιλλος δε Ζευς! [¡Por los calzoncillos de Zeus!
Lederman: No está tan mal como parece. Estamos de acuerdo en mucha mayor medida que discrepamos. Pero a pesar de lo que usted me ha contado, todavía me asombra que a un pagano tan ignorante y primitivo pudiera ocurrírsele lo del átomo, al que nosotros llamamos quark. ¿Qué tipo de experimentos hizo usted para verificar la idea? Aquí nos gastamos miles de millones de dracmas en contrastar cada concepto. ¿Cómo trabajaba usted tan barato?
Demócrito: Lo hacíamos a la vieja usanza. A falta de una Fundación Nacional de la Ciencia o de un Departamento de Energía, teníamos que echar mano de la Razón Pura.
Lederman: O sea, que tejíais vuestras teorías con un solo paño.
Demócrito: No, hasta los antiguos griegos teníamos indicios a partir de los que moldeamos nuestras ideas. Como le dije, veíamos que de las semillas de amapola siempre salían amapolas, que tras el invierno siempre venía la primavera, que el Sol sale y se pone. Empédocles estudió los relojes de agua y las norias. Con los ojos bien abiertos, uno puede sacar conclusiones.
Lederman: «Con que mires, observarás mucho», como dijo una vez un coetáneo mío.
Demócrito: ¡Exactamente! ¿Quién es ese sabio, tan griego de miras?
Lederman: El oso Yogi.
Demócrito: Uno de vuestros mayores filósofos, qué duda cabe.
Lederman: Podría decirse que sí. Pero ¿por qué desconfiaba usted de los experimentos?
Demócrito: La mente es mejor que los sentidos. Contiene un conocimiento innato. El segundo tipo de conocimiento es bastardo, procede de los sentidos —vista, oído, olfato, gusto, tacto—. Piense en ello. La bebida que a usted le parece dulce quizá a mí me amargue. Una mujer que para usted es bella no me dice nada a mí. A un niño feo su madre lo ve guapo. ¿Cómo nos podemos fiar de semejante información?
Lederman: Entonces, ¿usted piensa que no podemos medir el mundo de los objetos? ¿Nuestros sentidos fabrican, sencillamente, la información sensorial?
Demócrito: No, nuestros sentidos no crean conocimiento a partir del vacío. Los objetos diseminan sus átomos. Por eso los vemos y los olemos, como el pan del que le hablé antes. Esos átomos/imágenes entran por los órganos de nuestros sentidos, que son pasajes hacia el alma. Pero las imágenes se distorsionan al pasar por el aire, y por eso no podemos ver en absoluto los objetos muy lejanos. Los sentidos no dan una información fiable sobre la realidad. Todo es subjetivo.
Lederman: Para usted, ¿no hay una realidad objetiva?
Demócrito: ¡Oh!, sí hay una realidad objetiva. Pero no podemos percibirla fielmente. Cuando uno está enfermo, la comida le sabe diferente. A una mano puede parecerle que el agua está tibia, y a la otra no. No se trata más que de la disposición temporal de los átomos de nuestros cuerpos y de su reacción a la combinación igualmente temporal que haya en el objeto que se percibe. La verdad tiene que ser más profunda que los sentidos.
Lederman: El objeto que se mide y el instrumento que lo hace —en este caso el cuerpo— interaccionan, y la naturaleza del objeto cambia, con lo que la medida se oscurece.
Demócrito: Una rara manera de considerarlo, pero sí, así es. ¿Adónde va usted a parar?
Lederman: Bueno, en vez de tomar a este conocimiento por bastardo, cabe verlo como un caso de incertidumbre de la medición, o de la sensación.
Demócrito: Puedo admitirlo. O, por citar a Heráclito, «los sentidos son malos testigos».
Lederman: ¿Y es la mente mejor, por mucho que usted la llame la fuente del conocimiento «innato»? La mente, en la concepción que usted tiene del mundo, es una propiedad de lo que usted llama el alma, que a su vez se compone también de atomos. ¿No están éstos también, acaso, en constante movimiento, y no interactúan con los átomos distorsionados del exterior? ¿Cabe hacer una distinción absoluta entre lo que se percibe y lo que se piensa?
Demócrito: Toca usted un punto importante. Como dije en el pasado, «Pobre Espíritu, es nuestro». De nuestros sentidos. Con todo, la Razón Pura confunde menos que los sentidos. No dejo de ser escéptico respecto a vuestros experimentos. Para mí, estos edificios enormes, con todos sus cables y máquinas, son casi risibles.
Lederman: Quizá lo sean. Pero se alzan como monumentos a la dificultad de confiar en lo que podemos ver, tocar y oír. Aprendimos lo que usted comenta sobre la subjetividad de la medida despacio, entre los siglos XVI y XVIII. Poco a poco aprendimos a reducir la observación y la medida a actos objetivos del estilo de escribir números en un cuaderno de notas. Aprendimos a examinar una hipótesis, una idea, un proceso de la naturaleza desde muchos puntos de vista, en muchos laboratorios y por muchos científicos, hasta que saliese la mejor aproximación a la realidad objetiva; por consenso. Hicimos maravillosos instrumentos que nos ayudaran a observar, pero aprendimos a ser escépticos acerca de lo que nos descubrían mientras no se repitiese en muchos lugares, con diferentes técnicas. Por último, sometimos las conclusiones al juicio del tiempo. Si cien años después un joven H. de P., ávido de hacerse una reputación, las ponía patas arriba, pues vale. Le premiábamos con homenajes y distinciones. Aprendimos a suprimir nuestra envidia y nuestro miedo, y a querer al bastardo.
Demócrito: Pero ¿y la autoridad? Casi todo lo que el mundo supo de mi obra lo supo por Aristóteles. La autoridad, se dice pronto. Se exiliaba, encarcelaba y enterraba a quienes discrepasen del viejo Aristóteles. La idea del átomo apenas cuajó hasta el Renacimiento.
Lederman: Ahora es mucho mejor. No es perfecto, pero sí mejor. Hoy, casi podemos definir a un buen científico por el grado de su escepticismo con respecto a lo establecido.
Demócrito: Por Zeus, qué buenas noticias. ¿Cómo pagan ustedes a los científicos maduros que no hacen ventanas o experimentos?
Lederman: Está claro que usted busca trabajo como teórico. No contrato a muchos de éstos, aunque sale bien el número de horas. Los teóricos nunca programan las reuniones en miércoles porque se matan dos fines de semana. Además, usted no es tan contrario a los experimentos como se pinta. Le gusten o no, usted realizó experimentos.
Demócrito: ¿Sí?
Lederman: Claro que sí. Su cuchillo. Fue un experimento, mental, sí, pero un experimento al fin y al cabo. Al partir ese trozo de queso en su mente una y otra vez, usted llegó a su teoría del átomo.
Demócrito: Sí, pero todo ocurrió en la mente. Razón Pura.
Lederman: ¿Y si yo puedo enseñarle su cuchillo?
Demócrito: ¿Qué quiere decir?
Lederman: ¿Y si puedo enseñarle un cuchillo que podría cortar y cortar la materia hasta que quede un á-tomo?
Demócrito: ¿Habéis encontrado un cuchillo que puede cortar hasta que quede un átomo? ¿En este pueblo?
Lederman [Diciendo que sí con la cabeza]: Ahora mismo estamos sentados encima del nervio principal.
Demócrito: ¿Este laboratorio es su cuchillo?
Lederman: El acelerador de partículas. Bajo nuestros pies las partículas giran por un tubo que mide más de seis kilómetros y se estrellan unas contra otras.
Demócrito: ¿Y de esa forma partís la materia hasta llegar al á-tomo?
Lederman: A los quarks y a los leptones, sí.
Demócrito: Estoy impresionado. ¿Y estáis seguros de que no hay nada más pequeño?
Lederman: Bueno, sí; totalmente seguros, creo, quizá.
Demócrito: Pero no en firme. Si no, habríais dejado de cortar.
Lederman: El «cortar» nos enseña acerca de las propiedades de los quarks y los leptones aun cuando no haya unas personillas correteando dentro de ellos.
Demócrito: Hay una cosa que se me había olvidado preguntarle. Los quarks, todos son puntuales y carecen de dimensiones; no tienen un tamaño real. Entonces, aparte de por sus cargas eléctricas, ¿cómo los distinguís?
Lederman: Sus masas son diferentes.
Demócrito: ¿Unos son pesados, otros ligeros?
Lederman: Ajá.
Demócrito: Me parece desconcertante.
Lederman: ¿Que tengan masas diferentes?
Demócrito: Que pesen. Mis átomos no pesan. ¿No le inquieta a usted que sus quarks tengan masa? ¿Puede explicarlo?
Lederman: Sí, nos inquieta mucho, y no, no podemos explicarlo. Pero eso es lo que nuestros experimentos indican. Aún es peor con los bosones gauge. Las teorías sensatas dicen que sus masas deberían ser nulas, nada, ¡ni una pizca! Pero…
Demócrito: Cualquier ignorante leñador tracio se encontraría en el mismo atolladero. Coja una piedra. Sentirá su peso. Coja una madeja de lana. Notará su ligereza. De la vida en este mundo se sigue que los átomos —los quarks, si usted quiere— tienen pesos diferentes. Pero, una vez más, los sentidos son malos testigos. Con la Razón Pura, no veo por qué debería tener la materia masa alguna. ¿Podéis explicarlo? ¿Qué les da a las partículas su masa?
Lederman: Es un misterio. Nos las vemos y deseamos con esta idea. Si usted se queda por aquí, por la sala de control, hasta que lleguemos al capítulo 8 de este libro, lo aclararemos todo. Sospechamos que la masa procede de un campo.
Demócrito: ¿Un campo?
Lederman: Nuestros físicos teóricos lo llaman el campo de Higgs. Impregna todo el espacio, el apeiron, abarrota su vacío y tira de la materia, haciéndola pesada.
Demócrito: ¿Higgs? ¿Quién es Higgs? ¿Por qué no le dais a algo mi nombre, el democritón? Suena de manera que ya sabe uno que interactúa con todas las demás partículas.
Lederman: Perdón. Los teóricos siempre llaman a las cosas con el nombre de alguno de ellos.
Demócrito: ¿Qué es ese campo?
Lederman: El campo está representado por una partícula a la que llamamos el bosón de Higgs.
Demócrito: ¡Una partícula! Ya me gusta esta idea. ¿Y habéis encontrado esa partícula en vuestros aceleradores?
Lederman: Bueno, no.
Demócrito: Entonces, ¿dónde la habéis encontrado?
Lederman: No la hemos encontrado todavía. No existe nada más que en la mente colectiva del físico. Una especie de Razón Impura.
Demócrito: ¿Por qué creéis en ella?
Lederman: Porque tiene que existir. Los quarks, los leptones, las cuatro fuerzas conocidas carecerían de un sentido completo a menos que haya un campo con masa que distorsione lo que vemos, sesgando nuestros resultados experimentales. Por deducción, el Higgs existe.
Demócrito: Así hablaría un griego. Me gusta ese campo de Higgs. En fin, mire, tengo que irme. He oído que el siglo XXI es especial en sandalias. Antes de que siga internándome en el futuro, ¿tiene alguna idea de adónde y cuándo debería ir para ver algún progreso mayor en la búsqueda de mi átomo?
Lederman: A dos momentos y lugares diferentes. En primer lugar, le sugiero que vuelva a Batavia en 1995. Después, pruebe en Waxahachie, Texas, alrededor del, digamos, 2005.
DEMóCRITO [refunfuñando]: ¡Oh, vamos! Todos los físicos sois iguales. Creéis que todo se va a aclarar en unos cuantos años. Visité a lord Kelvin en 1900 y a Murray Gell-Mann en 1972, y los dos me aseguraron que la física estaba terminada; se conocía todo por completo. Me dijeron que volviera en seis meses y todas las pegas se habrían eliminado.
Lederman: Yo no digo eso.
Demócrito: Espero que no. He seguido este camino durante dos mil cuatrocientos años. No es tan fácil.
Lederman: Lo sé. Le digo que vuelva en el 95 y en el 2005 porque creo que encontrará entonces algunos acontecimientos interesantes.
Demócrito: ¿Cuáles?
Lederman: Hay seis quarks, ¿se acuerda? Sólo hemos hallado cinco, el último de ellos aquí, en el Fermilab, en 1977. Hemos de encontrar el sexto y último, el más pesado; le llamamos el quark top [«cima»].
Demócrito: ¿Empezaréis a mirar en 1995?
Lederman: Ya estamos haciéndolo, mientras hablo. Las partículas que dan vueltas bajo nuestros pies van siendo apartadas y examinadas meticulosamente en busca de este quark. No hemos dado con él todavía. Pero hacia 1995 lo habremos encontrado… o demostrado que no existe.[2]
Demócrito: ¿Podéis hacer eso?
Lederman: Sí, nuestra máquina es así de poderosa, de precisa. Si lo encontramos, es que todo va bien. Habremos fortalecido aún más la idea de que los seis quarks y los seis leptones son sus á-tomos.
Demócrito: Y si no…
Lederman: Entonces todo se resquebrajará. Nuestras teorías, nuestro modelo estándar, casi no valdrán nada. Los teóricos se tirarán por las ventanas del segundo piso. Se cortarán las venas con los cuchillos de la mantequilla.
DEMóCRITO [riéndose]: ¿No será divertido? Tiene razón. Tengo que volver a Batavia en 1995.
Lederman: Podría suponer también el final de su teoría, debo añadir.
Demócrito: Joven, mis ideas han sobrevivido mucho tiempo. Si el á-tomo no es un quark o un leptón, resultará que es otra cosa. Siempre tiene que ser así. Pero dígame. ¿Por qué en el 2005? ¿Y dónde está Waxahachie?
Lederman: En Texas, en el desierto, donde estamos construyendo el mayor acelerador de la historia. De hecho, será el mayor instrumento científico del tipo que sea que se haya construido desde las grandes pirámides. (No sé quién las diseñó, ¡pero mis antecesores hicieron todo el trabajo!) El Supercolisionador Superconductor, nuestra nueva máquina, debería estar en pleno rendimiento en el 2005; ponga o quite unos cuantos años, dependiendo de cuándo apruebe el Congreso la financiación.
Demócrito: ¿Qué encontrará vuestro nuevo acelerador que éste no pueda?
Lederman: El bosón de Higgs. Va a ir en busca del campo de Higgs. Intentará capturar la partícula de Higgs. Esperamos que descubra por vez primera por qué las cosas pesan y por qué el mundo parece tan complicado cuando usted y yo sabemos que, en el fondo, es simple.
Demócrito: Como un templo griego.
Lederman: O una sinagoga del Bronx.
Demócrito: Tengo que ver esa nueva máquina. Y esa partícula. El bosón de Higgs, un nombre no muy poético.
Lederman: Yo la llamo la Partícula Divina
Demócrito: Eso está mejor. Aunque lo preferiría con minúsculas. Pero dígame: usted es un experimentador. ¿Qué pruebas físicas habéis reunido hasta ahora de la existencia de la partícula de Higgs?
Lederman: Ninguna. Cero. En realidad, si no fuera por la Razón Pura, los indicios convencerían a los físicos más sensatos de que el Higgs no existe.
Demócrito: Sin embargo, insistís.
Lederman: Los indicios negativos sólo son preliminares. Además, en este país tenemos un dicho…
Demócrito: ¿Sí?
Lederman: «No será el final hasta que no sea el final.»
Demócrito: ¿El oso Yogi?
Lederman: Ajá.
Demócrito: Un genio.
La ciudad de Abdera se tiende junto a la desembocadura del río Nestos, en la ribera norte del Egeo; pertenecía a la provincia griega de Tracia. Como en muchas otras ciudades de esta parte del mundo, la historia está escrita en las piedras mismas de las colinas que contemplan los supermercados, aparcamientos y cines. Hace unos 2.400 años, la ciudad se encontraba en la bulliciosa ruta terrestre que iba del territorio materno de la Grecia antigua a las importantes posesiones de Jonia, hoy en día la parte occidental de Turquía. Y Abdera fue fundada por los refugiados jonios que huían de los ejércitos de Ciro el Grande.
Imaginaos la vida en Abdera durante el siglo V a.C. En esa tierra de cabreros, a los acontecimientos naturales no se les asignaba obligatoriamente una causa científica. Los relámpagos eran rayos disparados desde la cima del Monte Olimpo por el airado Zeus. Que se disfrutase de una mar en calma o se padeciese un maremoto dependía del voluble ánimo de Poseidón. Hartazgos y hambrunas procedían del capricho de Ceres, la diosa de la agricultura, y no de las condiciones atmosféricas. Imaginaos, pues, hasta qué punto les dio a las cosas un enfoque nuevo, cuál era la integridad de una mente capaz de ignorar las creencias populares de una época y proponer conceptos que armonizan con el quark y la teoría cuántica. En la Grecia antigua, el progreso, como ocurre hoy, fue un accidente debido al genio, a individuos dotados de visión y creatividad. Hasta para ser un genio, Demócrito se adelantó mucho a su tiempo.
Probablemente, se le conoce sobre todo por dos de las citas más intuitivamente científicas que jamás profiriese alguien en la Antigüedad: «Aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión» y «Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad». Por supuesto, hemos de rendir homenaje a la herencia que recibió Demócrito: los colosales hallazgos de sus predecesores de Mileto. Esos hombres definieron una misión: bajo el caos de nuestras percepciones está soterrado un orden simple, y, además, somos capaces de aprehenderlo.
Es probable que a Demócrito le ayudase el viajar. «Cubrí más territorio que cualquier otro hombre de mi tiempo, haciendo las más amplias investigaciones, y vi más climas y países, y escuché a más hombres famosos.» Aprendió astronomía en Egipto y matemáticas en Babilonia. Visitó Persia. Pero el estímulo para su teoría atómica le vino de Grecia, como les pasó a sus antecesores Tales, Empédocles y quizá, claro, Leucipo.
¡Y publicó! El catálogo alejandrino listaba más de sesenta obras: de física, cosmología, astronomía, geografía, fisiología, medicina, sensaciones, epistemología, matemáticas, magnetismo, botánica, poética y teoría musical, lingüística, agricultura, pintura y otros temas. Casi ninguna de sus obras publicadas se ha conservado intacta; lo que sabemos de Demócrito procede más que nada de fragmentos y del testimonio de los historiadores griegos posteriores. Como Newton, también escribió sobre descubrimientos mágicos y alquímicos. ¿Qué tipo de hombre era este?
Los historiadores le llaman el Filósofo que Ríe, a quien las locuras de la humanidad movían a regocijo. Seguramente fue rico; casi todos los filósofos griegos lo eran. Sabemos que desaprobaba el sexo. El sexo es tan placentero, decía Demócrito, que abruma la conciencia. A lo mejor ese fue su secreto, y quizá deberíamos prohibirles el sexo a nuestros teóricos para que pensasen mejor. (Los experimentadores no tienen que pensar y quedarían exentos de la regla.) Demócrito apreciaba la amistad, pero tenía un bajo concepto de las mujeres. No quería tener hijos porque su educación interferiría con su filosofía. Profesaba el desdén por todo lo que fuese violento y apasionado.
Cuesta aceptar que esto fuese cierto. La violencia no le era extraña; sus átomos estaban en un constante movimiento violento. Y requiere pasión creer lo que Demócrito creía. Permaneció fiel a sus creencias, aunque no le proporcionaron fama. Aristóteles le respetaba, pero Platón, como se ha mencionado más arriba, quería que se quemasen todos sus libros. En su ciudad natal Demócrito quedó oscurecido por otro filósofo, Protágoras, el más eminente de los sofistas, escuela de filósofos a los que se contrataba como profesores de retórica de jóvenes ricos. Cuando Protágoras dejó Abdera y marchó a Atenas, se le recibió con entusiasmo. Demócrito, por el contrario, dijo que «fui a Atenas y nadie me conocía».
Demócrito creía en un montón de cosas de las que no hablamos en nuestra soñada conversación mítica, donde se saltean citas de los escritos de Demócrito y se las condimenta con un poco de imaginación. Me he tomado libertades, aunque nunca con las creencias básicas de Demócrito, si bien me he permitido el lujo de hacerle cambiar de opinión acerca del valor de los experimentos. Estoy seguro de que de ninguna de las maneras habría podido resistir la tentación de ver que en las entrañas del Fermilab se le daba vida a su mítico «cuchillo».
La obra de Demócrito sobre el vacío fue revolucionaria. Sabía, por ejemplo, que en el espacio no hay arriba, abajo o en medio. Aunque esta idea la apuntó primero Anaximandro, seguía siendo todo un logro para un ser humano nacido en este planeta poblado de geocéntricos. La idea de que no hay ni arriba ni abajo es aún difícil para la mayoría de la gente, a pesar de las imágenes de televisión procedentes de las cápsulas espaciales. Una de las ideas más inusitadas de Demócrito era que había innumerables mundos de tamaños diferentes. Estos mundos se encuentran a distancias irregulares, más en una dirección, menos en otra. Algunos florecen, otros decaen. Aquí nacen; allá mueren, destruidos por las colisiones entre ellos. Algunos de los mundos carecen de vida animal o vegetal y de agua. Por extraña que sea, esta intuición puede relacionarse con las ideas cosmológicas modernas asociadas al llamado «universo inflacionario», del que brotan numerosos «universos burbuja». Y todo esto procede de un filósofo risueño que daba vueltas por el imperio griego hace más de dos mil años.
En cuanto a su famosa cita según la cual todo es «fruto del azar y de la necesidad», hallamos la misma paradoja, de la manera más impresionante, en la mecánica cuántica, una de las grandes teorías del siglo XX. Los choques individuales de los átomos, decía Demócrito, tienen consecuencias necesarias. Hay reglas estrictas. Sin embargo, qué colisiones son más frecuentes, qué átomos predominan en una localización particular son cosas que dependen del azar. Llevada a su conclusión lógica, esta noción significa que la creación de un sistema Sol-Tierra casi ideal es cuestión de suerte. En la resolución moderna mecanocuántica de este problema, la certidumbre y la regularidad aparecen en la forma de hechos que son promedios tomados sobre una distribución de reacciones de probabilidad variable. A medida que aumenta el número de procesos aleatorios que contribuyen al promedio, cabe predecir con una precisión creciente lo que ocurrirá. La concepción de Demócrito es compatible con nuestras creencias presentes. No se puede decir con certeza qué suerte correrá un átomo dado, pero sí se pueden adelantar con exactitud las consecuencias de los movimientos de miríadas de átomos que choquen al azar en el espacio.
Incluso su desconfianza de los sentidos nos parece de una penetración notable. Señala que nuestros órganos sensoriales están hechos de átomos que chocan con los del objeto que captan, lo que constriñe nuestras percepciones. Como veremos en el capítulo 5, su manera de expresar este problema es un eco de otro de los grandes descubrimientos de este siglo, el principio de incertidumbre de Heisenberg. El acto de medir afecta a la partícula que se mide. Sí, hay alguna poesía aquí.
¿Cuál es el lugar de Demócrito en la historia de la filosofía? No muy alto según los patrones corrientes; desde luego, no es alto comparado con el de sus prácticamente contemporáneos Sócrates, Aristóteles y Platón. Algunos historiadores tratan su teoría atómica como una especie de curiosa nota a pie de página de la filosofía griega. Sin embargo, hay al menos una potente opinión minoritaria. El filósofo británico Bertrand Russell dijo que la filosofía fue cuesta abajo tras Demócrito y no se recuperó hasta el Renacimiento. Demócrito y sus antecesores se «embarcaron en un esfuerzo desinteresado por comprender el mundo», escribió Russell. Su actitud fue «imaginativa y vigorosa, y plena del placer de la aventura: Les interesaba todo: los meteoros y los eclipses, los peces y los remolinos, la religión y la moralidad; combinaron un intelecto penetrante y el celo de los niños». No eran supersticiosos sino verdaderamente científicos, y los prejuicios de su época no les influyeron mucho.
Ni que decir tiene que Russell fue, como Demócrito, un matemático en serio, y estos tipos suelen entenderse bien. Es de lo más natural que un matemático se incline hacia pensadores rigurosos como Demócrito, Leucipo y Empédocles. Russell señaló que, aunque Aristóteles y otros les reprochasen a los atomistas que no explicaran el movimiento original de los átomos, Leucipo y Demócrito fueron con mucho más científicos que sus críticos al no preocuparse en adscribir un propósito al universo. Los atomistas sabían que la causación debe empezar en algo, y que no se le puede asignar una causa a ese algo. El movimiento estaba, simplemente, dado. Los atomistas hacían preguntas mecanicistas y daban respuestas mecanicistas. Cuando preguntaban «¿por qué?», querían decir: ¿cuál fue la causa de un suceso? Cuando los que vinieron tras él —Platón, Aristóteles y demás— preguntaban «¿por qué?», buscaban el propósito de un suceso. Desafortunadamente, este último curso de indagación, decía Russell, «suele conducir, más antes que tarde, a un Creador o, al menos, a un Artífice». Debe dejarse entonces a este Creador sin explicación, a no ser que se proponga un Supercreador, y así sucesivamente. Esta forma de pensar, decía Russell, llevó a la ciencia a un callejón sin salida, donde quedó atrapada durante siglos.
¿Dónde estamos hoy, en comparación con la Grecia de alrededor del año 400 a.C.? El presente «modelo estándar», impulsado por los experimentos, no es tan dispar de la teoría atómica especulativa de Demócrito. Todo lo que hay en el universo pasado o presente, del caldo de pollo a las estrellas de neutrones, podemos hacerlo con sólo doce partículas de materia. Nuestros á-tomos se agrupan en dos familias: seis quarks y seis leptones. Los seis quarks reciben los nombres de up (arriba), down (abajo), encanto, extraño, top (cima) o truth (verdad) y bottom (fondo) o beauty (belleza). Los leptones son el electrón, tan familiar, el neutrino electrónico, el muón, el neutrino muónico, el tau y el neutrino tau.
Pero obsérvese que hemos dicho el universo «pasado o presente». Si hablamos sólo de nuestro entorno presente, del sur de Chicago al borde del universo, podemos tirar adelante muy bien con menos partículas aún. En cuanto a los quarks, sólo nos hacen falta en realidad el up y el down, que podemos emplear en diferentes combinaciones para ensamblar los núcleos de los átomos (los que figuran en la tabla periódica). Entre los leptones, no podemos arreglárnoslas sin el bueno y viejo del electrón, que «describe órbitas» alrededor del núcleo, y sin el neutrino, esencial en muchos tipos de reacciones. Pero ¿para qué nos hacen falta las partículas muón y tau? ¿O el encanto, el extraño y los quarks más pesados? Sí, podemos hacerlos en nuestros aceleradores u observarlos en las colisiones de rayos cósmicos. Pero ¿por qué existen? Más adelante volveremos a hablar sobre estos á-tomos «extra».

Mirar por un calidoscopio

La fortuna del atomismo atravesó, antes de llegar a nuestro modelo estándar, muchas subidas y bajadas, un estar lo mismo arriba que abajo. Partió de la afirmación de Tales de que todo es agua (número de átomos: 1). Empédocles planteó lo del aire-tierra-fuego-agua (número: 4). Demócrito tenía un incómodo número de formas pero sólo un concepto (número: ?). Hubo entonces una larga pausa histórica, si bien los átomos no dejaron de ser un concepto filosófico discutido por Lucrecio, Newton, Robert Joseph Boscovich y muchos otros. Por fin, Dalton redujo los átomos a necesidad experimental en 1803. A partir de ese momento, el número de los átomos, firmemente en manos de los químicos, fue aumentando —20, 48 y a principios de este siglo, 92—. Pronto empezaron los químicos nucleares a construir átomos nuevos (número: 112, y va creciendo). Lord Rutherford dio un gigantesco salto para volver a la simplicidad cuando descubrió (alrededor de 1910) que el átomo de Dalton no era indivisible, sino que contenía un núcleo y electrones (número: 2). Ah, sí, estaba también el fotón (número: 3). En 1930 se halló que el núcleo alberga no sólo protones sino también neutrones (número: 4). Hoy tenemos 6 quarks, 6 leptones, 12 bosones gauge (o de aforo o de calibre) y, si no queréis dejar nada afuera, podéis contar las antipartículas y los colores, pues los quarks vienen en tres tonos (número: 60). Pero ¿quién lleva la cuenta?
La historia sugiere que quizá hallemos cosas, llamémoslas «prequarks», con las que se reduzca el número total de ladrillos básicos. Pero la historia no siempre tiene razón. La noción nueva es que ahora vemos por un espejo y oscuramente: la proliferación de los «á-tomos» en nuestro modelo estándar es una consecuencia de la manera en que miramos. Un juguete de niños, el calidoscopio, muestra hermosos patrones mediante espejos que añaden complejidad a un patrón simple. Se han visto patrones estelares que son producto de lentes gravitatorias. Tal y como ahora lo concebimos, el bosón de Higgs —la Partícula Divina— podría muy bien proporcionar el mecanismo que revelase tras nuestro modelo estándar, cada vez más complejo, un mundo simple, de pura simetría.
Esto nos devuelve a un viejo debate filosófico. ¿Es real este universo? Si lo es, ¿podemos conocerlo? Los teóricos no se enfrentan a menudo a este problema. Se limitan a aceptar la realidad objetiva por su valor nominal, como Demócrito, y se ponen a calcular. (Una elección inteligente, si de lo que se trata es de llegar a alguna parte con un lápiz y unas hojas.) Pero al experimentador, atormentado por la fragilidad de sus instrumentos y sentidos, le entra un sudor frío ante la tarea de medir esta realidad, que puede resultar, cuando se tiende sobre ella la regla, resbaladiza. A veces los números que arroja un experimento son tan raros e inesperados que le ponen los pelos de punta al físico.
Cojamos el problema de la masa. Los datos que hemos reunido sobre las masas de los quarks y de las partículas W y Z son totalmente desconcertantes. Los leptones —el electrón, el muón y el tau— se nos presentan como partículas que parecen idénticas en todo excepto en sus masas. ¿Es real la masa? ¿O es una ilusión, un producto del entorno cósmico? En la literatura de los años ochenta y noventa borbotea la idea de que algo impregna el espacio vacío y les da a los átomos un peso ilusorio. Ese «algo» se manifestará un día en nuestros instrumentos en forma de partícula.
Mientras tanto, aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión.
Oigo al viejo Demócrito carcajearse.


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En busca del átomo: la mecánica

Me gustaría deciros, a vosotros que preparáis la celebración del 350 aniversario de la publicación de la gran obra de Galileo Galilei, Dialoghi sui due massimi sistemi del mondo, que la experiencia de la Iglesia, durante el caso Galileo y después, la ha llevado a una actitud más madura y a una comprensión más exacta de la autoridad que le es propia. Repito ante vosotros lo que afirmé ante la Academia Pontificia de Ciencias el 10 de noviembre de 1979: «Espero que los teólogos, los eruditos y los historiadores, animados por un espíritu de sincera colaboración, estudiarán el caso de Galileo con mayor profundidad y, en franco reconocimiento de los errores, sean del lado que sean, disiparán la desconfianza que todavía constituye un obstáculo, en los espíritus de muchos, para la fructífera concordia de la ciencia y la fe»
Su Santidad el Papa Juan Pablo II, 1986

Vincenzo Galilei odiaba a los matemáticos. Podría parecer extraño, pues él mismo fue uno de ellos y muy dotado. Pero antes que nada era músico, un intérprete de laúd muy reputado en la Florencia del siglo XVI. En la década de 1580 orientó sus talentos a la teoría musical y la encontró deficiente. La culpa, decía Vincenzo, la tenía un matemático que llevaba muerto dos mil años, Pitágoras.
Pitágoras, un místico, nació en la isla griega de Samos alrededor de un siglo antes que Demócrito. Pasó la mayor parte de su vida en Italia, donde organizó la secta de los pitagóricos, una especie de sociedad secreta de hombres que sentían un respeto religioso por los números y cuyas vidas estaban gobernadas por tabúes obsesivos. Se negaban a comer judías o a coger los objetos que se les caían. Al levantarse por las mañanas, se cuidaban de alisar las sábanas para borrar la impresión que habían dejado en ellas sus cuerpos. Creían en la reencarnación, y rehusaban comer o golpear perros por si fueran amigos perdidos hacía tiempo.
Les obsesionaban los números. Creían que las cosas eran números. No sólo que los objetos pudieran ser numerados, sino que eran números, como el 1, 2, 7 0 32. Pitágoras pensaba en los números como en figuras y a él se debe la noción de los cuadrados y los cubos de los números, palabras que hoy nos acompañan todavía. (Habló también de los números «oblongos» y «triangulares», pero en estos términos ya no pensamos.)
Pitágoras fue el primero en adivinar una gran verdad relativa a los triángulos rectángulos. Señaló que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa, fórmula que se graba al fuego en todo cerebro adolescente que se pierda en una clase de geometría, de Des Moines a Ulan Bator. Esto me recuerda cuando uno de mis alumnos se incorporó al ejército y el sargento les instruyó, a él y a otros soldados rasos, sobre el sistema métrico:
SARGENTO: En el sistema métrico el agua hierve a noventa grados.
SOLDADO: Le ruego me perdone, señor, hierve a cien grados.
SARGENTO: Por supuesto. Soy un estúpido. Es el triángulo rectángulo el que hierve a noventa grados.
Los pitagóricos amaban el estudio de las razones, de las proporciones entre las cosas. Idearon el «rectángulo de oro», la figura perfecta, cuyas proporciones son visibles en el Partenón y en muchas otras estructuras griegas, así como en las pinturas renacentistas.
Pitágoras fue el primero que le dio al rollo cósmico. Fue él (y no Carl Sagan) quien acuñó la palabra kosmos para referirse a todo lo que hay en nuestro universo, de los seres humanos a la Tierra y a las estrellas en rotación sobre nuestras cabezas. Kosmos es una palabra griega intraducible que denota las cualidades de orden y belleza. El universo es un kosmos, dijo, un todo ordenado, y cada uno de nosotros, seres humanos, también es un kosmos (algunos más que otros).
Si Pitágoras viviese hoy, lo haría en las colinas de Malibú o quizá en Marin County. Se pasaría la vida en los restaurantes macrobióticos acompañado por un séquito entusiasta de mujeres jóvenes llenas de odio hacia las judías y que llevarían nombres del estilo de Sundance Acacia o Princesa Gaia. O quizá fuese profesor adjunto de matemáticas en la Universidad de California en Santa Cruz.
Pero me estoy saliendo del tema. El hecho crucial de nuestra historia es que los pitagóricos amaban la música, a la que aportaron su obsesión por los números. Pitágoras creía que la consonancia musical dependía de los «números sonoros». Sostenía que las consonancias perfectas eran los intervalos de la escala musical que se pueden expresar como razones de los números 1, 2, 3 y 4. Estos números suman 10, el número perfecto según la concepción pitagórica del mundo. Los pitagóricos llevaban a sus reuniones sus instrumentos musicales, y las convertían en jamm sessions. No sabemos si eran buenos; no se grababan discos compactos por entonces. Pero un crítico posterior hizo una docta conjetura al respecto.
Vincenzo Galilei pensaba que los pitagóricos debieron de tener un oído colectivo de hormigón armado, habida cuenta de sus ideas sobre la consonancia. A Vincenzo su oído le decía que Pitágoras estaba equivocado de todas, todas. Otros músicos ejercientes del siglo XVI tampoco les hicieron caso a estos antiguos griegos. Sin embargo, las ideas de Pitágoras perduraron incluso hasta los días de Vincenzo, y los números sonoros eran aún un componente respetado de la teoría musical, si no de la práctica. El mayor defensor de Pitágoras en el siglo XVI fue Gioseffo Zarlino, el principal teórico musical de su tiempo y, además, maestro de Vincenzo. Vincenzo y Zarlino entablaron una agria disputa sobre el asunto, y Vincenzo, para probar lo que sostenía, ideó un método revolucionario en aquel tiempo: experimentó. Mediante la realización de experimentos con cuerdas de diferentes longitudes o cuerdas de igual longitud pero diferentes tensiones, halló nuevas relaciones matemáticas no pitagóricas en la escala musical. Algunos mantienen que Vincenzo fue el primero en desacreditar mediante la experimentación una ley matemática universalmente aceptada. Como muy poco, perteneció a la vanguardia de un movimiento que puso en lugar de la vieja polifonía la armonía moderna.
Sabemos que hubo al menos una persona que asistió con interés a estos experimentos musicales. El hijo mayor de Vincenzo le observaba mientras medía y calculaba. Exasperado por el dogma de la teoría musical, Vincenzo despotricó ante su hijo contra la estupidez de las matemáticas. No conocemos las palabras exactas, pero dentro de mí puedo oírle vociferar algo del estilo de: «Olvídate de esas teorías con números estúpidos. Escucha lo que tus oídos te digan. ¡Que no tenga que oír nunca que quieres ser matemático!». Enseñó bien al chico, e hizo de él un competente ejecutante del laúd y de otros instrumentos. Educó sus sentidos y le enseñó a detectar los errores de tiempo, habilidad esencial para un músico. Pero quiso que su hijo mayor renunciara tanto a la música como a las matemáticas. Padre al fin y al cabo, Vincenzo quería que su hijo fuese médico; deseaba que tuviera unos ingresos decentes.
Contemplar estos experimentos causó en el joven un efecto mayor de lo que Vincenzo pudo haber imaginado. Al chico le apasionó especialmente un experimento en el que su padre aplicó varias tensiones a sus cuerdas colgándoles pesos distintos de sus cabos. Al pinzarlas, estas cuerdas cargadas hacían de péndulos, y ahí puede que empezase el joven Galileo a pensar en las maneras características con que los objetos se mueven en este universo.
El hijo se llamaba, claro, Galileo. Desde el punto de vista moderno, los logros de Galileo son tan luminosos que cuesta percibir en ese periodo de la historia a nadie que no sea él. Galileo ignoró las diatribas de Vincenzo sobre lo espurias que eran las matemáticas, y se hizo profesor de matemáticas precisamente. Pero, por mucho que amase el razonamiento matemático, lo subordinó a la observación y la medición. De su hábil mezcla de una cosa y la otra se dice con frecuencia que supuso el verdadero comienzo del «método científico».

Galileo, Zsa Zsa y yo

Galileo marcó un nuevo principio. En este capítulo y en el que sigue veremos la creación de la física clásica. Conoceremos a un imponente conjunto de héroes: Galileo, Newton, Lavoisier, Mendeleev, Faraday, Maxwell y Hertz, entre otros. Cada uno atacó el problema de hallar el ladrillo último de la naturaleza desde un ángulo diferente. Este capítulo me intimida. De todos ésos se ha escrito una y otra vez. La física es un terreno bien cubierto. Me siento como el séptimo marido de Zsa Zsa Gabor. Sé qué hacer, pero ¿cómo hacer que resulte interesante?
Gracias a los pensadores posteriores a Demócrito, poco pasó en la ciencia desde la época de los atomistas hasta el alba del Renacimiento. Esta es una de las razones por las que la Edad Oscura fue tan oscura. Lo bueno de la física de partículas es que podemos pasar por alto casi dos mil años de pensamiento intelectual. La lógica aristotélica —geocéntrica, humanocéntrica, religiosa— dominó la cultura occidental de este periodo, creando un entorno estéril para la física. Ni que decir tiene que Galileo no brotó ya crecido en un completo desierto. Rindió tributo a Arquímedes, Demócrito y al poeta-filósofo romano Lucrecio. Sin duda estudió, y se basó en ellos, a otros precursores que hoy sólo conocen bien los eruditos. Galileo aceptó la visión del mundo de Copérnico (tras haberla comprobado cuidadosamente), y ello determinó su futuro personal y político.
Veremos en este periodo un apartamiento del método griego. Ya no basta la Razón Pura. Entramos en una era de la experimentación. Como Vincenzo le dijo a su hijo, entre el mundo real y la razón pura (es decir, las matemáticas) están los sentidos y, lo que es más importante, la medición. Conoceremos a varias generaciones de medidores y de teóricos. Veremos de qué manera la interrelación de estos dos campos sirvió para que se forjase un edificio intelectual magnífico, lo que ahora conocemos como física clásica. De su obra no sacaron provecho sólo académicos y filósofos. De sus descubrimientos salieron técnicas que cambiaron la manera en que los seres humanos viven en este planeta.
Por supuesto, las mediciones no son nada sin las correspondientes varas de medir, sin sus instrumentos. Fue un periodo de científicos maravillosos, sí, pero también de maravillosos instrumentos.

Bolas e inclinaciones

Galileo prestó particular atención al estudio del movimiento. Puede que dejara caer piedras desde la torre inclinada de Pisa o puede que no, pero su análisis lógico de la relación que guardan entre sí la distancia, el tiempo y la velocidad seguramente es anterior a los experimentos que efectuó. Galileo estudió de qué manera se movían las cosas, no dejándolas caer libremente, sino por medio de un truco, un sustitutivo: el plano inclinado. Galileo razonó que el movimiento de una bola que rueda hacia abajo por una lámina lisa inclinada tenía que guardar una relación estrecha con el de una bola en caída libre, pero el plano tenía la enorme ventaja de retardar el movimiento lo bastante para que cupiese medirlo.
Pudo al principio comprobar este razonamiento con inclinaciones muy suaves —levantando un extremo de la lámina, de unos dos metros de largo, unos cuantos centímetros para crear un pequeño declive— y repitiendo sus mediciones con inclinaciones crecientes hasta que la velocidad llegase a ser tan grande que no fuera posible medirla con precisión. De esta forma debió de ganar confianza en que sus conclusiones se podían extender hasta la inclinación máxima, la caída libre vertical.
Ahora bien, necesitaba algo que midiese los tiempos durante el descenso. La visita de Galileo al centro comercial de la localidad para comprar un cronómetro falló; faltaban todavía trescientos años para que se inventase. Aquí es donde la educación que le impartió su padre entró en juego. Recordad que Vincenzo refinó el oído de Galileo para los tiempos musicales. Una marcha, por ejemplo, debe marcar un tiempo cada medio segundo. Con ese compás un músico competente, y Galileo lo era, puede detectar un error de alrededor de un sesenta y cuatroavo de segundo.
Galileo, perdido en un mundo sin relojes, decidió hacer de su plano inclinado una especie de instrumento musical. Dispuso a través del plano una serie de cuerdas de laúd, a intervalos. Así, al dejar caer una bola por la pendiente sonaba un clic cada vez que pasaba sobre una cuerda. Galileo las fue corriendo hacia arriba y hacia abajo hasta que su oído percibió una sucesión de clics constante. Tocaba al laúd una marcha; dejaba caer la bola en un tiempo, y una vez estaban las cuerdas puestas adecuadamente, la bola pasaba por cada cuerda de laúd coincidiendo justo con los tiempos sucesivos de la pieza, separados entre sí medio segundo. Cuando Galileo midió los espacios entre las cuerdas —mirabile dictu!—, halló que pendiente abajo crecían geométricamente. En otras palabras, la distancia que había desde el punto de arranque hasta la segunda cuerda era cuatro veces la que había del arranque a la primera cuerda. La distancia desde el principio hasta la tercera cuerda era nueve veces el primer intervalo; la cuarta cuerda estaba dieciséis veces más abajo que la primera; y así sucesivamente, aun cuando cada hueco entre las cuerdas representaba siempre medio segundo. (Las razones de los intervalos, 1 a 4 a 9 a 16, pueden también expresarse como cuadrados: 12, 22, 32, 42, y así sucesivamente.)
Pero ¿qué pasa si se levanta el plano una pizca y la inclinación crece? Galileo trabajó con muchos ángulos distintos y obtuvo esa misma relación, esa misma secuencia de cuadrados, para cada inclinación, de suave a menos suave, hasta que el movimiento se volvió demasiado veloz para que su «reloj» registrase las distancias con suficiente precisión. Lo crucial era que Galileo había demostrado que un objeto que cae no sólo se precipita hacia el suelo, sino que se precipita más y más y más deprisa. Se acelera, y la aceleración es constante.
Como era matemático, enunció una fórmula que describe este movimiento. La distancia s que cubre un cuerpo que cae es igual a un número A de veces el cuadrado del tiempo t que le lleva cubrir esa distancia. En el viejo lenguaje del álgebra, abreviamos esto diciendo: s = At2. La constante A cambia con la inclinación del plano. A representa el concepto básico de aceleración, es decir, el incremento de la velocidad a medida que el objeto va cayendo. Galileo fue capaz de deducir que la velocidad cambia en función del tiempo de manera más sencilla que la distancia, pues aumenta simplemente con el tiempo, en vez de con su cuadrado.
El plano inclinado, la capacidad del oído educado para medir los tiempos hasta un sesenta y cuatroavo de segundo y la de medir distancias con una exactitud del orden del milímetro le dieron a Galileo la precisión que necesitaba para hacer sus mediciones. Galileo inventó más tarde un reloj que se basaba en el periodo regular del péndulo. Hoy, la precisión de los relojes atómicos de cesio de la Oficina de Pesos y Medidas supera ¡la millonésima de segundo al año! Estos relojes tienen por rivales a los propios de la naturaleza: los púlsares astronómicos, que son estrellas de neutrones rotatorias que barren el cosmos con haces de ondas de radio y lo hacen con una regularidad que ya la quisierais para vuestros relojes. Pueden, de hecho, ser más precisos que el pulso atómico del átomo de cesio. Galileo habría entrado en trance por esta conexión profunda entre la astronomía y el atomismo.
Bueno, ¿qué hay en s = At2 que sea tan importante?
Fue, que sepamos, la primera vez que se describió el movimiento matemáticamente de una forma correcta. Los conceptos básicos de aceleración y velocidad se definieron nítidamente. La física es el estudio de la materia y del movimiento. El movimiento de los proyectiles, el movimiento de los átomos, el giro de los planetas y de los cometas deben todos describirse cuantitativamente. Las matemáticas de Galileo, confirmadas por el experimento, proporcionaron el punto de partida.
Por si todo esto suena demasiado fácil, deberíamos tener en cuenta que la obsesión de Galileo por la ley de la caída libre duró décadas. Hasta publicó una forma incorrecta de la ley. Casi todos nosotros, que somos en esencia aristotélicos (¿sabéis, queridos lectores, que sois en esencia aristotélicos?), supondríamos que la velocidad de la caída dependería del peso de la bola. Galileo, como era listo, razonó de manera distinta. Pero ¿es tan absurdo creer que las cosas pesadas caen más deprisa que las livianas? Lo creemos porque la naturaleza nos confunde. Listo como era, Galileo hubo de realizar experimentos cuidadosos para mostrar que la dependencia aparente del tiempo de caída de un cuerpo de su peso se debe a la fricción de la bola con el plano. Así que pulió y pulió para disminuir el efecto de la fricción.

La pluma y la moneda

Sacar una ley simple de la física de una serie de mediciones no es tan sencillo. La naturaleza oculta la simplicidad con una maraña de circunstancias que van añadiendo complejidad, y la tarea del experimentador es eliminar esas complicaciones. La ley de la caída libre es un ejemplo espléndido. En la física para principiantes sostenemos una pluma y una moneda en lo alto de un largo tubo de cristal y las dejamos caer a la vez. La moneda cae más deprisa y golpea el fondo en menos de un segundo. La pluma flota y cae suavemente, y llega en cinco o seis segundos. Observaciones como esta condujeron a Aristóteles a formular su ley de que los objetos más pesados caen más deprisa que los ligeros. Extraigamos ahora el aire del tubo y repitamos el experimento. La pluma y la moneda tardarán lo mismo en caer. La resistencia del aire oscurece la ley de la caída libre. Para progresar, hemos de retirar este rasgo que complica las cosas a fin de obtener una ley simple. Luego, si es importante, podremos aprender a reintegrar ese efecto y llegar a una ley más compleja pero más aplicable.
Los aristotélicos creían que el estado «natural» de un objeto era el de reposo. Dale un empujón a una bola por un plano y acabará por pararse, ¿no? Galileo lo sabía todo acerca de las condiciones imperfectas, y ese conocimiento le llevó a uno de los grandes descubrimientos. Leía en los planos inclinados física como Miguel Ángel veía cuerpos magníficos en los trozos de mármol. Cayó en la cuenta, sin embargo, de que, a causa de la fricción, la presión del aire y otras condiciones imperfectas, su plano inclinado no era ideal para el estudio de las fuerzas sobre objetos diversos. ¿Qué pasaría, ponderaba, si se dispusiese de un plano ideal? Como Demócrito cuando afilaba mentalmente su cuchillo, pulid mentalmente también el plano hasta que adquiera la lisura absoluta, del todo libre de fricción. Ponedlo entonces en una cámara donde se haya hecho el vacío, para libraros de la resistencia del aire. Y extended el plano hasta el infinito. Aseguraos de que está perfectamente horizontal. Ahora, en cuanto le deis un golpe insignificante a la bola, perfectamente pulida, que habéis colocado sobre vuestro plano liso a más no poder, ¿hasta dónde rodará? (Mientras todo esto permanezca en la mente, el experimento es posible y barato.) La respuesta es: rodará para siempre. Galileo razonó, pues: si un plano, incluso uno terrestre, imperfecto, se inclina, una bola a la que se empuje desde abajo hacia arriba irá más y más despacio. Si se la suelta desde arriba, irá más y más deprisa. Por lo tanto, usando el sentido intuitivo de la continuidad de la acción, concluyó que una bola que se mueva en un plano horizontal ni se frenará ni se irá haciendo más veloz, sino que seguirá igual para siempre. Galileo había dado un salto intuitivo a lo que ahora llamamos la primera ley del movimiento de Newton: un cuerpo en movimiento tiende a permanecer en movimiento. No hacen falta fuerzas para el movimiento, sino para el cambio del movimiento. En contraste con la concepción aristotélica, el estado natural de un cuerpo es el movimiento a velocidad constante. El reposo es el caso especial de velocidad nula, pero en la nueva concepción no es más natural que una u otra velocidad constante. Para cualquiera que haya conducido un automóvil o un coche de caballos, se trata de una idea contraria a la intuición: A no ser que se mantenga el pie en el pedal o se vaya azuzando al caballo, el vehículo se parará. Galileo vio que para hallar la verdad hay que atribuirle mentalmente propiedades ideales al instrumento. (O conducir el coche sobre una carretera resbaladiza de hielo.) El genio de Galileo consistió en ver de qué manera había que eliminar las causas naturales que nos ofuscan, la fricción o la resistencia del aire, para establecer un conjunto de relaciones fundamentales acerca del mundo.
Como veremos, la Partícula Divina misma es una complicación impuesta sobre un universo simple y bello, quizá para ocultar esta deslumbrante simetría a una humanidad que todavía no se merece contemplarla.

La verdad de la torre

El más famoso ejemplo de la habilidad que tenía Galileo de despojar a la simplicidad de complejidades es la historia de la torre inclinada de Pisa. Muchos expertos dudan de que este suceso fabulado haya realmente ocurrido. Stephen Hawking, por citar uno, escribe que la historia es «casi con toda certeza falsa». ¿Por qué, se pregunta Hawking, se habría molestado Galileo en dejar caer pesos de una torre sin disponer de un medio adecuado para medir los tiempos de caída cuando ya tenía su plano inclinado con el que trabajar? ¡La sombra de los griegos! Hawking, el teórico, usa aquí la Razón Pura. Eso no vale con un tipo como Galileo, experimentador de experimentadores.
Stillman Drake, el biógrafo por excelencia de Galileo, cree que la historia de la torre inclinada es cierta por una serie de razones históricas sensatas. Pero es que además concuerda con la personalidad de Galileo. El experimento de la torre no fue en realidad un experimento, sino una exhibición, un happening para los medios de comunicación, el primer gran número científico con fines publicitarios. Galileo se pavoneaba, y les quitaba las plumas a sus críticos.
Galileo era un individuo irascible; no agresivo, en realidad, sino de respuesta pronta y competidor fiero cuando se le retaba. Podía ser un tábano cuando se le molestaba, y le molestaba la tontería en todas sus formas. Hombre informal, ridiculizó las togas doctorales que había que vestir obligatoriamente en la Universidad de Pisa, y escribió un poema humorístico titulado «Contra la toga» que apreciaron muchísimo los profesores jóvenes y pobres, quienes a duras penas podían costearse las prendas. (A Demócrito, que ama las togas, no le gustó nada el poema.) A los profesores mayores no es que les divirtiese precisamente. Galileo escribió también ataques contra sus rivales usando varios pseudónimos. Su estilo era característico, y no engañó a mucha gente. No extraña que tuviera enemigos.
Sus peores rivales intelectuales fueron los aristotélicos, quienes creían que un cuerpo se mueve sólo si lo impulsa alguna fuerza y que un cuerpo pesado cae más deprisa que uno ligero porque experimenta una atracción mayor hacia la Tierra: Nunca se les ocurrió comprobarlo. Los profesores aristotélicos ejercían un dominio muy considerable en la Universidad de Pisa y, por lo que a esto se refiere, en la mayoría de las universidades italianas. Como os podréis imaginar, Galileo no era lo que se dice uno de sus favoritos.
El número de la torre inclinada de Pisa se dirigió a este grupo. Hawking tiene razón en que no habría sido un experimento ideal. Pero fue un acontecimiento. Y como pasa en todo acontecimiento teatral, Galileo sabía de antemano lo que iba a ocurrir. Puedo imaginármelo subiendo a la torre totalmente a oscuras a las tres de la madrugada y tirándoles un par de bolas a sus ayudantes posdoctorales. «Deberías notar que las dos bolas te dan en la cabeza a la vez», le grita a su ayudante. «Chilla si la grande te da primero.» Pero en realidad no tenía por qué hacer esto; ya había razonado que las dos bolas darían en el suelo en el mismo instante.
Su mente funcionaba así: supongamos, decía, que Aristóteles tenía razón. La bola pesada llegará al suelo antes, lo que quiere decir que se habrá acelerado hasta una velocidad mayor. Peguemos entonces la bola pesada y la ligera. Si ésta es, en efecto, más lenta, retendrá a la pesada y hará que caiga más despacio. Sin embargo, al pegarlas se ha creado un objeto más pesado, que debería caer más deprisa que cada una de las bolas por separado. ¿Cómo resolvemos este dilema? Sólo hay una solución que satisfaga todas las condiciones: ambas bolas deben caer de manera que su velocidad cambie de la misma manera. Esta es la única conclusión que evita el callejón sin salida de la menor y mayor rapidez.
Galileo, dice el cuento, se pasó buena parte de la mañana dejando caer bolas de la torre, demostrando la verdad de lo que sostenía a los observadores interesados y metiéndoles el miedo en el cuerpo a los demás. Fue lo bastante sabio para no emplear una moneda y una pluma, sino dos pesos desiguales de forma muy similar (como una bola de madera y una esfera hueca de plomo del mismo radio) para que la resistencia del aire fuese más o menos la misma. Lo demás es historia, o debería serlo. Galileo había demostrado que la caída libre era sumamente independiente de la masa (si bien no sabía por qué, y sería Einstein, en 1915, quien realmente lo entendería). Los aristotélicos recibieron una lección que nunca olvidarían; ni perdonarían.
¿Ciencia o espectáculo? Un poco ambas cosas. No sólo los experimentadores son propensos a ello. Richard Feynman, el gran teórico (pero un teórico que demostró siempre un apasionado interés por los experimentos), se presentó ante la opinión pública cuando formó parte de la comisión que investigaba el desastre del transbordador espacial Challenger. Como quizá recordéis, hubo una polémica acerca de la capacidad de resistir las bajas temperaturas que tenían las juntas del transbordador. Feynman zanjó la discusión con un sencillo gesto: echó un puñado de arandelas en un vaso de agua helada y dejó que el público viese cómo perdían su elasticidad. Ahora bien, ¿no os parece que Feynman, como Galileo, sabía de antemano lo que iba a pasar?
La verdad es que en los años noventa el experimento de la torre de Galileo ha resurgido con flamante intensidad. La cuestión es si hay una «quinta fuerza», una adición hipotética a la ley newtoniana de la gravitación que produciría una diferencia pequeñísima cuando se dejan caer una bola de cobre y, digamos, una de plomo. La diferencia en la duración de una caída de, por ejemplo, treinta metros sería de menos de una mil millonésima de segundo, inconcebible en los tiempos de Galileo, una dificultad meramente respetable dada la técnica actual. Por ahora, las pruebas a favor de la quinta fuerza que aparecieron a finales de los años ochenta se han esfumado por completo, pero permaneced atentos a los periódicos para manteneos al día.

Los átomos de Galileo

¿Qué pensaba Galileo de los átomos? Influido por Arquímedes, Demócrito y Lucrecio, Galileo era, intuitivamente, un atomista. Enseñó y escribió sobre la naturaleza de la materia y la luz durante muchos años, sobre todo en su libro El ensayador, de 1622, y en su última obra, las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos ciencias nuevas. Al parecer, creía que la luz estaba compuesta por corpúsculos puntuales y que la materia se construía de manera similar.
Galileo llamaba a los átomos los «cuantos menores». Se representó más tarde «un número infinito de átomos separados por un número de vacíos infinito». La concepción mecanicista está estrechamente ligada a las matemáticas de los infinitesimales, precursoras del cálculo que Newton inventaría sesenta años más tarde. Aquí hay toda una mina de paradojas. Tómese un simple cono circular —¿un capirote?— e imagínese que se corta horizontalmente, paralelamente a la base. Examinemos dos rebanadas contiguas. La parte de arriba de la pieza inferior es un círculo, el fondo de la superior otro círculo. Como antes estaban en contacto directo, punto a punto, tienen el mismo radio. Sin embargo, el cono es continuamente más pequeño, así que ¿cómo pueden ser iguales los círculos? Sin embargo, si cada círculo se compone de un número infinito de átomos y vacíos, cabe imaginar que el círculo superior contiene un número de átomos inferior, si bien aún infinito. ¿No? Recordemos que estamos en 1630 o por ahí, y que tratamos de ideas sumamente abstractas, ideas a las que les faltaban aún doscientos años para que se las sometiese a prueba experimental. (Una forma de escapar de esta paradoja es preguntar qué grueso tiene el cuchillo que corta el cono. Creo que oigo otra vez la risa floja de Demócrito.)
En las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos ciencias nuevas, Galileo presenta sus últimas reflexiones sobre la estructura atómica. En esta hipótesis, según historiadores recientes, los átomos se reducen a la abstracción matemática de puntos, carentes de toda dimensión, claramente indivisibles e imposibles de partir, pero desprovistos también de las formas que Demócrito había imaginado.
Ahí Galileo acercó la idea a su versión moderna, los quarks y los leptones puntuales.

Aceleradores y telescopios

Los quarks son aún más abstractos y difíciles de visualizar que los átomos. Nadie ha «visto» nunca uno, así que ¿cómo pueden existir? Nuestra prueba es indirecta. Las partículas chocan en un acelerador. Depurados dispositivos electrónicos reciben y procesan impulsos eléctricos generados por las partículas en una diversidad de sensores del detector. Un ordenador interpreta los impulsos electrónicos que salen del detector y los reduce a un montón de ceros y unos. Envía estos resultados a un monitor en nuestra sala de control. Miramos la representación de unos y ceros y decimos «¡Madre mía, un quark!». Al profano le parece tan inverosímil. ¿Cómo podemos estar tan seguros? ¿No podrían haber «fabricado» el quark el acelerador o el detector o el ordenador o el cable que va del ordenador al monitor? Al fin y al cabo, nunca hemos visto el quark con los ojos que Dios nos ha dado. ¡Oh, aquellos días en que la ciencia era más sencilla! ¿No sería extraordinario volver al siglo XVI? ¿O no? Que se lo pregunten a Galileo.
Galileo construyó, según se recoge en sus anotaciones, un número enorme de telescopios. Probó su telescopio, en sus propias palabras, «cien mil veces con cien mil estrellas y otros cuerpos». Se fiaba del artilugio. Me viene ahora a la cabeza una pequeña imagen. Ahí está Galileo con todos sus estudiantes graduados. Mira por la ventana con su telescopio, describe lo que ve y todos lo van apuntando: «Aquí hay un árbol. Tiene una rama de tal forma y una hoja de tal otra». Una vez les ha dicho qué ha visto por el telescopio, montan todos en sus caballos o carruajes —puede que un autobús— y atraviesan el campo para mirar el árbol de cerca. Lo comparan con la descripción de Galileo. Así es como se calibra un instrumento. Hay que hacer las cosas diez mil veces. Un crítico de Galileo describe la meticulosa naturaleza de la comprobación y dice: «Si sigo estos experimentos con objetos terrestres, el telescopio es soberbio. Aunque interpone algo entre el ojo y el objeto que Dios nos ha dado, me fío de él. No te engaña. Pero miras el cielo y hay una estrella; y miras por el telescopio, y hay dos. ¡Es una locura!».
De acuerdo, no fueron esas sus palabras exactas. Pero sí hubo un crítico que empleó palabras cuyo efecto era el mismo a fin de poner en entredicho la afirmación de Galileo: que Júpiter tenía cuatro lunas. El telescopio le permitía ver más de lo que puede verse a simple vista; mentía, pues. También un profesor de matemáticas despreció a Galileo; decía que también él vería cuatro lunas en Júpiter con que le diesen tiempo suficiente «para meterlas en unos cristales».
Cualquiera que use un instrumento se ve abocado a problemas como esos. ¿«Fabrica» el instrumento los resultados? Hoy los críticos de Galileo parecen tontos, pero ¿eran unos majaderos o sólo eran conservadores científicos? Un poco ambas cosas, qué duda cabe. En 1600 se creía que el ojo desempeñaba un papel activo en la visión; el globo ocular, que nos ha dado Dios, interpretaba el mundo visual para nosotros. Hoy sabemos que el ojo no es más que una lente que contiene un montón de receptores que transmiten la información a nuestra corteza visual, donde en realidad «vemos». El ojo, de hecho, es un intermediario entre el objeto y el cerebro, lo mismo que el telescopio. ¿Lleváis gafas? Pues ya estáis generando modificaciones. Las cosas llegaban al punto de que muchos cristianos devotos y filósofos de la Europa del siglo XVI casi consideraban sacrílego que se llevasen gafas, aun cuando existían ya desde hacía tres siglos. Una excepción notable fue Johannes Kepler; era muy religioso, pero no por ello dejó de llevar gafas que le ayudasen a ver; fue una suerte, pues llegó a ser el mayor astrónomo de su tiempo.
Aceptemos que un instrumento bien calibrado proporciona una buena aproximación a la realidad. Tan buena, quizá, como el instrumento último, nuestro cerebro. Hasta el cerebro ha de ser calibrado algunas veces, y hay que aplicarle salvaguardas y factores de corrección de errores para compensar la distorsión. Por ejemplo, aunque se tenga vista de lince, con unos pocos vasos de vino puede que el número de amigos que hay alrededor de uno se doble.

El Carl Sagan de 1600

Galileo contribuyó a que se abriese paso la aceptación de los instrumentos, logro cuya importancia para la ciencia y la experimentación no puede exagerarse. ¿Qué tipo de persona era? Se nos aparece como un pensador profundo, de mente sutil, capaz de hallazgos intuitivos que envidiaría cualquier físico teórico de hoy, pero con una energía y unas habilidades técnicas gracias a las que pulió lentes y construyó muchos instrumentos: telescopios, el microscopio compuesto, el reloj de péndulo. Políticamente, pasaba del conservadurismo dócil a los ataques audaces y mortificantes contra sus oponentes. Debió de ser una dinamo de actividad, siempre atareado, pues dejó una correspondencia enorme y volúmenes monumentales de obras publicadas. Fue un divulgador, y tras la supernova de 1604 dio conferencias a grandes audiencias; su latín era claro, vulgarizado. Nadie se acercó tanto a ser el Carl Sagan de su época. No muchas facultades le habrían dado una plaza, tan vigoroso era su estilo y tan punzantes sus críticas, por lo menos antes de su condena.
¿Fue Galileo el físico completo? Tan completo fue, al menos, como pueda haberlo habido en toda la historia; combinó las habilidades tanto del teórico como del experimentador consumado. Si tuvo fallos, cayeron del lado teórico. Aunque esta combinación fue hasta cierto punto común en los siglos XVIII y XIX, en la actual época de especialización es rara. En el siglo XVII, mucho de lo que habría pasado por «teoría» venía en tan estrecho apoyo del experimento que desafiaba toda distinción entre aquélla y éste. Pronto veremos las ventajas de que haya un gran experimentador al que siga un gran teórico. En realidad, en el tiempo de Galileo ya había habido una sucesión así de importancia crucial.

El hombre sin nariz

Dejadme que, por un minuto, vuelva atrás, pues no hay libro sobre los instrumentos y el pensamiento, el experimento y la teoría, que esté completo sin dos nombres que van juntos como Marx y Engels, Emerson y Thoreau o Siegfried y Roy. Hablo de Brahe y Kepler. Eran astrónomos puros, no físicos, pero merecen una breve digresión.
Tycho Brahe fue uno de los personajes más peculiares de la historia de la ciencia. Este noble danés, nacido en 1546, fue medidor de medidores. Al contrario que los físicos atomistas, que miran hacia abajo, él elevó la vista a los cielos, y lo hizo con una precisión inaudita. Brahe construyó todo tipo de instrumentos para medir la posición dé las estrellas, de los planetas, de los cometas, de la Luna. A Brahe se le escapó la invención del telescopio por un par de decenios, así que construyó elaborados dispositivos visorios —semicírculos acimutales, reglas ptolemaicas, sextantes metálicos, cuadrantes acimutales, reglas paralácticas— con los que él y sus ayudantes determinaban, a simple vista, las coordenadas de las estrellas y de otros cuerpos celestes. La mayor parte de las diferencias entre esos aparatos y los sextantes actuales consistía en la presencia de brazos transversales con arcos entre ellos. Los astrónomos usaban los cuadrantes como rifles, y alineaban las estrellas mirando por las mirillas metálicas que había en los extremos de los brazos. Los arcos que conectaban los brazos transversales funcionaban como los transportadores angulares que usabais en la escuela, y con ellos los astrónomos medían el ángulo que formaba la línea visual a la estrella, planeta o cometa que se observase.
Nada había de especialmente nuevo en el concepto básico de los instrumentos de Brahe, pero quien marcaba el estado de desarrollo más avanzado de la instrumentación era él. Experimentó con distintos materiales. Se le ocurrió cómo hacer que esos artilugios tan engorrosos girasen con facilidad en los planos vertical u horizontal, fijándolos al mismo tiempo en un sitio de forma que siguiesen el movimiento de los objetos celestes desde un mismo punto noche tras noche. Y lo más importante de todo, los aparatos de medida de Brahe eran grandes. Como veremos al llegar a la era moderna, lo grande no siempre es mejor, pero suele serlo. El más famoso instrumento de Brahe fue el cuadrante mural; ¡tenía un radio de seis metros! Hicieron falta cuarenta hombres fuertes para empujarlo hasta su sitio; fue en su tiempo un verdadero Supercolisionador. Los grados marcados en su arco estaban tan separados entre sí que Brahe pudo dividir cada uno de los sesenta minutos de cada grado en seis subdivisiones de diez segundos. En términos más sencillos, el margen de error de Brahe era el ancho de una aguja que se sostiene con el brazo extendido. ¡Y todo esto con el mero ojo nada más! Para datos una idea del ego de este hombre, dentro del arco del cuadrante había un retrato a tamaño natural del propio Brahe.
Podría creerse que tanta puntillosidad señalaría a un ratón de biblioteca medio bobo. Tycho Brahe fue cualquier cosa menos eso. Su rasgo más inusual era su nariz o, más bien, el que no la tuviese. A los veinte años y siendo aún estudiante, mantuvo una furiosa discusión con un estudiante llamado Manderup Parsbjerg acerca de una cuestión matemática. La disputa, que ocurrió en una celebración en casa de un profesor, se calentó tanto que los amigos hubieron de separar a los dos. (Vale, puede que fuese un poco un ratón de biblioteca medio bobo, peleándose por unas fórmulas y no por chicas.) Una semana más tarde Brahe y su rival se encontraron otra vez en una fiesta de Navidad, se tomaron unas cuantas copas y reanudaron la pelea matemática. Esta vez no les pudieron calmar. Se dirigieron a un lugar a oscuras junto a un cementerio y allí se enfrentaron a espada. Parsbjerg acabó enseguida el duelo al rebanarle un buen pedazo de nariz a Brahe.
El episodio de la nariz perseguiría a Brahe toda su vida. Se cuentan dos historias sobre la manera en que se hizo la cirugía estética. La primera, casi con toda seguridad apócrifa, dice que encargó toda una serie de narices artificiales, de materiales diferentes para diferentes ocasiones. Pero la versión que aceptan la mayoría de los historiadores es casi tan buena. Según ella, Brahe ordenó una nariz permanente hecha de oro y plata, cuidadosamente pintada y con la forma de una nariz de verdad. Se dice que llevaba consigo una pequeña caja de pegamento, que aplicaba cuando empezaba a temblarle la nariz. Esta fue motivo de chistes. Un científico rival decía que Brahe hacía sus observaciones astronómicas por la nariz, que usaba de mirilla.
Pese a estas dificultades, Brahe tenía una ventaja sobre muchos científicos de hoy: su noble cuna. Fue amigo del rey Federico II, y tras hacerse famoso por sus observaciones de una supernova en la constelación de Casiopea, el rey le dio la isla de Hven en el Öresund para que la emplease como observatorio. A Brahe se le dio también el señorío sobre todos los campesinos de la isla, las rentas que se produjesen y fondos adicionales. De esta forma, Tycho Brahe se convirtió en el primer director de un laboratorio del mundo. ¡Y qué director fue! Con sus rentas, la donación del rey y su propia fortuna llevó una existencia regia. Sólo le faltaron los beneficios de tratar con las instituciones financiadoras de la Norteamérica del siglo XX.
Los ocho kilómetros cuadrados de la isla se convirtieron en el paraíso del astrónomo, cubiertos por los talleres de los artesanos que fabricaban los instrumentos, un molino de viento y casi sesenta estanques con peces. Brahe construyó para sí mismo una magnífica casa y observatorio en el punto más alto de la isla. La llamó Uraniborg, o «castillo celeste», y la encerró en un recinto amurallado dentro del cual había también una imprenta, los cuartos de los sirvientes y perreras para los perros guardianes de Brahe, más jardines de flores, herbarios y unos trescientos árboles.
Brahe acabó por abandonar la isla en circunstancias no precisamente gratas tras la muerte de su benefactor, el rey Federico, de un exceso de Carlsberg o del brebaje que se llevase por entonces en Dinamarca. El feudo de Hven revirtió a la carona, y el nuevo rey le dio la isla a una tal Karen Andersdatter, una amante a la que había conocido en una fiesta de bodas. Que esto sirva de lección a todos los directores de laboratorios, en cuanto a su posición en el mundo y lo poco imprescindibles que son ante los ojos de los poderes que en él hay. Por fortuna, Brahe cayó de pie y trasladó sus datos e instrumentos a un castillo cercano a Praga, donde se le dio la bienvenida para que continuase su obra.
La regularidad del universo promovió el interés de Brahe por la naturaleza. A los catorce años se quedó fascinado ante el eclipse de Sol predicho para el 21 de agosto de 1560. ¿Cómo les era posible a los hombres conocer los movimientos de las estrellas y los planetas con tanta precisión que pudiesen anticipar sus posiciones con años de adelanto? Brahe dejó un legado enorme: un catálogo de las posiciones de exactamente mil una estrellas fijas. Superó al catálogo clásico de Ptolomeo y destruyó muchas de las viejas teorías.
Una gran virtud de la técnica experimental de Brahe fue la atención que le prestó a los posibles errores de sus mediciones. Insistía, y ello no tenía en 1580 precedentes, en que las mediciones se repitiesen muchas veces y a cada medida le acompañase una estimación de su exactitud. Se adelantó en mucho a su tiempo al poner tanto cuidado en presentar los datos con los límites de su fiabilidad. Como medidor y observador, Brahe no tuvo igual. Como teórico, dejó mucho que desear. Nacido sólo tres años después de la muerte de Copérnico, nunca aceptó del todo el sistema copernicano, que mantenía que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés, como Ptolomeo había dicho muchos siglos antes. Las observaciones de Brahe le demostraron que el sistema ptolemaico no era válido, pero, aristotélico por educación, nunca pudo creer en la rotación de la Tierra, ni pudo abandonar la creencia de que la Tierra era el centro del universo. Al fin y al cabo, razonaba, si fuera verdad que la Tierra se mueve y uno disparase una bola de cañón en la dirección de rotación de la Tierra, debería llegar más lejos que si se la disparase en la dirección contraria, pero no es eso lo que ocurre. Así que Brahe propuso un compromiso: la Tierra permanecía inmóvil en el centro del universo, pero, al contrario que en el sistema ptolemaico, los planetas daban vueltas alrededor del Sol, que a su vez giraba en torno a la Tierra.

El místico cumple

A lo largo de su carrera, Brahe tuvo muchos ayudantes extraordinarios. El más brillante de todos fue un extraño matemático-astrónomo místico llamado Johannes Kepler. Luterano devoto, alemán, Kepler habría preferido ser clérigo, de no haberle ofrecido las matemáticas una forma de ganarse la vida. La verdad sea dicha, suspendió los exámenes de calificación para el ministerio y cayó de bruces en la astronomía, con una dedicación secundaria a la astrología muy considerable. Aun así, estaba destinado a convertirse en el teórico que discerniría verdades simples y profundas en la montaña de datos observacionales de Brahe.
Kepler, protestante en un mal momento (la Contrarreforma barría Europa), fue un hombre frágil, neurótico, corto de vista, que en absoluto tuvo la seguridad en sí mismo de un Brahe o un Galileo. Toda la familia de Kepler fue un poquito rara. El padre de Kepler era mercenario, a su madre se la procesó por bruja y el propio Johannes dedicó muy buena parte de su tiempo a la astrología. Por fortuna, lo hacía bien, y gracias a ello pagó algunas facturas. En 1595 elaboró un calendario para la ciudad de Graz que predecía un invierno gélido, alzamientos campesinos e invasiones de los turcos; todo ello sucedió. Para ser justos con Kepler, hay que decir que no sólo él se pluriempleaba como astrólogo. Galileo preparó horóscopos para los Médicis, y Brahe también jugueteó con los pronósticos, pero no lo hizo tan bien: el eclipse lunar del 28 de octubre de 1566 hizo que predijera la muerte del sultán Solimán el Magnífico. Por desgracia, en ese momento el sultán ya había muerto.
Brahe trató a su ayudante de una forma bastante miserable: más como un posdoctorando, lo que Kepler era, que como un igual, lo que sin duda merecía ser. El desprecio encrespaba al sensible Kepler, y los dos tuvieron muchas peleas y otras tantas reconciliaciones, pues Brahe acabó por apreciar la brillantez de Kepler. En octubre de 1601 Brahe asistió a una cena y, como era su costumbre, bebió mucho más de la cuenta. Según la estricta etiqueta de la época, no era correcto abandonar la mesa durante una comida, y cuando por fin corrió como pudo al cuarto de baño, era demasiado tarde. «Algo de importancia» había estallado dentro de él. Once días después, moría. Ya había designado a Kepler ayudante principal suyo; en su lecho de muerte le confió todos los datos que había tomado a lo largo de su ilustre y bien financiada carrera, y le rogó que emplease su mente analítica para crear una gran síntesis que llevase adelante el conocimiento de los cielos. Ni que decir tiene que Brahe añadió que esperaba que Kepler siguiese la hipótesis ticónica del universo geocéntrico.
Kepler aceptó el deseo del agonizante, sin duda con los dedos cruzados, pues creía que el sistema de Brahe no valía nada. ¡Pero qué datos! No tenían par. Kepler estudió atentamente la información, en busca de los patrones que describiesen los movimientos de los planetas. Kepler rechazó de antemano los sistemas ticónico y ptolemaico por su engorrosidad. Pero tenía que partir de algún sitio. Así que, para empezar, tomó como modelo el sistema copernicano porque, con su sistema de órbitas circulares, no existía nada más elegante.
El místico que había en Kepler abrazó además la idea de un Sol colocado en el centro, que no sólo iluminaba los planetas sino que les proporcionaba la fuerza, o motivo, como se decía entonces, de sus movimientos. No sabía en absoluto cómo hacía esto el Sol —conjeturaba que debía de tratarse de algo por el estilo del magnetismo—, pero le preparó el camino a Newton. Fue uno de los primeros en defender que hace falta una fuerza para explicar el sistema solar.
Y, lo que no fue menos importante, halló que el sistema copernicano no ligaba del todo con los datos de Brahe. El viejo e iracundo danés le había enseñado bien a Kepler, le había infundido la práctica del método inductivo: pon un cimiento de observaciones, y sólo entonces asciende a las causas de las cosas. A pesar de su misticismo y de su reverencia hacia las formas geométricas, de su obsesión por ellas, Kepler se aferraba fielmente a los datos. De su estudio de las observaciones de Brahe —de las relativas a Marte sobre todo— sacó Kepler las tres leyes del movimiento planetario que, casi cuatrocientos años después, aún son la base de la astronomía planetaria moderna. No entraré en sus detalles aquí; sólo diré que la primera destruyó la bella noción copernicana de las órbitas circulares, noción que desde los días de Platón nadie había puesto en entredicho. Kepler estableció que los planetas describen en su movimiento orbital elipses en uno de cuyos focos está el Sol. El excéntrico luterano había salvado el copernicanismo y lo había liberado de los engorrosos epiciclos de los griegos; consiguió tal cosa al hacer que sus teorías siguiesen las observaciones de Brahe con la precisión de un minuto de arco.
¡Elipses! ¡Puras matemáticas! ¿O pura naturaleza? Si, como descubrió Kepler, los planetas describen elipses perfectas con el Sol en uno de los focos, entonces es que la naturaleza tiene que amar las matemáticas. Algo —quizá Dios— baja la vista hacia la Tierra y dice: «Me gustan las formas matemáticas». Coged una piedra y arrojadla. Trazará muy aproximadamente una parábola. Si no hubiese aire, la parábola sería perfecta. Además de matemático, Dios es amable y nos esconde la complejidad cuando no estamos listos para enfrentarnos a ella. Ahora sabemos que las órbitas no son elipses perfectas (a causa de la atracción de unos planetas sobre otros), pero las desviaciones eran con mucho demasiado pequeñas para que las pudieran apreciar los aparatos de Brahe.
El genio de Kepler quedaba a menudo oscurecido en sus libros por una abundante morralla espiritual. Creía que los cometas eran malos augurios, que el universo se dividía en tres regiones correspondientes a la Santísima Trinidad y que las mareas eran la respiración de la Tierra, a la que comparaba con un enorme animal vivo. (Esta idea de que se tome a la Tierra como un organismo ha resucitado hoy bajo la forma de la hipótesis Gaia.)
Aun así, la mente de Kepler fue grande. El imperturbable sir Arthur Eddington, uno de los físicos más eminentes de su época, llamó en 1931 a Kepler «el precursor de la teoría física moderna». Eddington alabó a Kepler por haber exhibido un punto de vista similar al de los teóricos de la era cuántica. Kepler no buscó un mecanismo concreto que explicara el sistema solar, según Eddington, sino que «le guió un sentido de la forma matemática, un instinto estético de la adecuación de las cosas».

El papa a Galileo: cierra la boca

En 1597, mucho antes de que hubiese resuelto los detalles problemáticos, Kepler escribió a Galileo urgiéndole que apoyase el sistema copernicano. Con fervor típicamente religioso, le pedía a Galileo que «creyese y diese un paso adelante».
Galileo se negó a salir del reservado ptolemaico. Necesitaba pruebas. La prueba vino de un instrumento, el telescopio.
Las noches del 4 al 15 de enero de 1610 deben quedar como unas de las más importantes de la historia de la astronomía. En esas fechas, con un telescopio nuevo y mejorado que había construido él mismo, Galileo vio, midió y siguió la trayectoria de cuatro «estrellas» minúsculas que se movían cerca del planeta Júpiter. Se vio forzado a concluir que esos cuerpos se movían en órbitas circulares alrededor de Júpiter. Esta conclusión convirtió a Galileo a la concepción copernicana. Si había cuerpos que orbitaban alrededor de Júpiter, la idea de que todos los planetas y estrellas giraban alrededor de la Tierra era falsa. Como casi todos los conversos tardíos, sea a una noción científica o a una creencia religiosa o política, se volvió un defensor fiero y de una pieza de la astronomía copernicana. La historia atribuye el mérito a Galileo, pero deberíamos aquí honrar también al telescopio, que en sus capaces manos abrió los cielos.
La larga y compleja historia de su conflicto con la autoridad reinante se ha contado muchas veces. La Iglesia le sentenció a prisión perpetua por sus creencias astronómicas. (La sentencia se conmutó luego por la de arresto domiciliario permanente.) Hasta 1822 no declaró un papa oficialmente reinante que el Sol podría estar en el centro del sistema solar. Y hasta 1985 no reconoció el Vaticano que Galileo fue un gran científico y que había sido injustamente condenado por la Iglesia.

La esponja solar

Galileo fue culpable de una herejía menos célebre, pero que cae más cerca del meollo de nuestro misterio que las órbitas de Marte y Júpiter. En su primera visita a Roma para dar cuenta de sus trabajos de óptica física, llevó consigo una cajita que contenía fragmentos de un tipo de roca descubierto por unos alquimistas de Bolonia. Las piedras resplandecían en la oscuridad. A este mineral luminiscente se le llama hoy sulfuro de bario. Pero en 1611 los alquimistas le daban el nombre, mucho más poético, de «esponja solar».
Galileo llevó unos pedazos de esponja solar a Roma para que le ayudasen en su pasatiempo favorito: sacar de quicio a sus colegas aristotélicos. Mientras contemplaban en la oscuridad el resplandor del sulfuro de bario, no se les escapaba a dónde quería llegar su perverso colega. La luz era una cosa. Galileo había dejado la piedra al sol y luego la había llevado a la oscuridad, y la luz había sido llevada dentro de ella. Esto echaba por tierra la idea aristotélica de que la luz era simplemente una cualidad de un medio iluminado, de que era incorpórea. Galileo había separado la luz de su medio, la había movido por ahí a voluntad. Para un aristotélico católico, era como decir que uno puede coger la dulzura de la santísima Virgen y ponerla en una mula o en una piedra. Y ¿en qué consistía exactamente la luz? En corpúsculos invisibles, razonaba Galileo. ¡Partículas! La luz poseía una acción mecánica. Podía ser transmitida, golpear los objetos, reflejarse en ellos, penetrarlos. Al concebir que la luz era corpuscular, Galileo hubo de aceptar la idea de los átomos indivisibles. No estaba seguro de cómo actuaba la esponja solar, pero quizá una roca especial pudiese atraer a los corpúsculos luminosos como un imán atrae las limaduras de hierro, si bien él no suscribió esta teoría al pie de la letra. En cualquier caso, ideas como esta empeoraron la posición, ya precaria, de Galileo ante la ortodoxia católica.
El legado histórico de Galileo parece ligado inextricablemente a la Iglesia y a la religión, pero él no se habría visto a sí mismo como un hereje profesional o, da lo mismo, como un santo al que se acusa erróneamente. Por lo que a nosotros toca, era un físico, y muy grande, mucho más allá de su defensa del copernicanismo. Desbrozó el terreno en muchos campos nuevos. Combinó los .experimentos y el pensamiento matemático. Cuando un objeto se mueve, decía, importa cuantificar su movimiento con una ecuación matemática. Siempre preguntaba: «¿Cómo se mueven las cosas? ¿Cómo? ¿Cómo?». No preguntaba: «¿Por qué? ¿Por qué cae esta esfera?». Era consciente de que sólo describía el movimiento, tarea bastante difícil ya para su época. Demócrito podría haber dicho el despropósito de que Galileo quería dejarle a Newton algo por hacer.

El señor de la Casa de la Moneda

Muy compasivo señor:
Me van a matar, aunque vos quizá creáis que no, pero es verdad. Me van a dar la peor de las muertes. Es decir, ante la Justicia, a menos que vos me rescatéis con vuestras piadosas manos.
Así escribía el falsificador convicto William Chaloner —el más brillante e ingenioso malhechor de su tiempo— en 1698 al funcionario que por fin lo había cogido, enjuiciado y condenado. Chaloner había amenazado la integridad de la moneda inglesa, que por entonces consistía principalmente en piezas de oro y de plata.
El destinatario de esta petición desesperada era Isaac Newton, el gobernador (y pronto el «señor») de la Casa de la Moneda. Newton hacía su trabajo de supervisar la ceca, dirigir una vasta reacuñación y proteger la moneda contra falsificadores y recortadores, que rebañaban una parte del precioso metal de las monedas y las hacían pasar por completas. Este puesto, parecido al de secretario del Tesoro, mezclaba la alta política de las disputas parlamentarias con la persecución de criminales, bandidos, ladrones, blanqueadores de dinero y demás gente de mala vida que esquilmase la moneda del reino. La corona concedió a Newton, el científico preeminente de su época, el puesto como una sinecura, mientras seguía trabajando en cosas más importantes. Pero Newton se tomó el cargo en serio. Inventó una técnica para acanalar los bordes de las monedas y así derrotar a los recortadores. Asistía personalmente a las ejecuciones de los falsificadores en la horca. El puesto estaba lejísimos de la serena majestad de la vida que hasta entonces había llevado, durante la cual su obsesión por la ciencia y las matemáticas había dado lugar al más profundo avance en toda la historia de la filosofía natural, tanto, que no sería claramente superado hasta, quizá, la aparición de la teoría de la relatividad a principios de este siglo.
Por uno de esos azares de la cronología, Isaac Newton nació en Inglaterra el mismo año (1642) en que Galileo moría. No se puede hablar de física sin hablar de Newton. Fue un científico de importancia trascendental. La influencia de sus logros en la humanidad es equiparable al de Jesús, Mahoma, Moisés y Gandhi, o al de Alejandro Magno, Napoleón y los de su cuerda. La ley universal de la gravitación de Newton y la metodología que creó ocupan la primera media docena de capítulos de cualquier libro de texto de física; conocerlas es esencial para quien quiera proseguir una carrera de científico o de ingeniero. Se ha dicho que Newton era modesto por su famosa afirmación: «Si he visto más lejos que casi todos es porque me alzaba sobre los hombros de gigantes», con lo que se refería, según se suele creer, a hombres como Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo. Otra interpretación, sin embargo, es que sólo le estaba tomando el pelo al más formidable de sus rivales científicos, Robert Hooke, que era bajísimo y pretendía, no sin alguna justicia, haber descubierto la gravedad antes.
He contado más de veinte biografías serias de Newton. Y la literatura que analiza, interpreta, extiende, comenta la vida y la ciencia de Newton es enorme. La biografía que escribió Richard Westfall en 1980 incluye diez densas páginas de fuentes. La admiración de Westfall por su personaje no tiene límites:
He tenido el privilegio de conocer, en diversos momentos, a hombres brillantes, hombres a quienes reconozco sin vacilar como mis superiores intelectualmente. Nunca, sin embargo, me he topado con uno con el que no estuviese dispuesto a medirme, de forma que pareciera razonable decir que soy la mitad de capaz, o la tercera parte, o la cuarta, pero, en todo caso, una fracción finita. El resultado final de mis estudios sobre Newton me ha servido para convencerme de que con él no hay medida posible. Se ha vuelto para mí otro por completo, uno de los contadísimos genios que han configurado las categorías del intelecto humano.
La historia del atomismo es la historia de un reduccionismo, del esfuerzo por reducir todas las operaciones de la naturaleza a un pequeño número de objetos primordiales. El reduccionista que más éxito tuvo fue Isaac Newton. Pasarían otros 250 años antes de que surgiese de las masas de Homo sapiens, en la ciudad alemana de Ulm, en 1879, quien posiblemente fuera su igual.

Que la fuerza esté con nosotros

Para hacerse una idea de cómo actúa la ciencia hay que estudiar a Newton. Sin embargo, la instrucción newtoniana que se imparte a los alumnos del primer curso de física oscurece, demasiado a menudo, la fuerza y la amplitud de su síntesis. Newton desarrolló una descripción cuantitativa—,— y sin embargo global, del mundo físico que concordaba con las descripciones factuales del comportamiento de las cosas. Su legendaria conexión de la caída de la manzana y el movimiento periódico de la Luna expresa el poder sobrecogedor del razonamiento matemático. Una sola idea universal abarca tanto la caída de la manzana a tierra como el giro de la Luna alrededor de la Tierra. Newton escribió: «Deseo que podamos deducir el resto de los fenómenos de la naturaleza, mediante el mismo nivel de razonamiento, a partir de principios mecánicos, pues me inclino a sospechar que quizá todos dependan de ciertas fuerzas».
En la época de Newton se sabía cómo se mueven los objetos: la trayectoria de la piedra arrojada, la oscilación regular del péndulo, el movimiento por el plano inclinado abajo, la caída libre de objetos dispares, la estabilidad de las estructuras, la forma de una gota de agua. Lo que Newton hizo fue organizar estos y muchos otros fenómenos en un solo sistema. Concluyó que todo cambio de movimiento está causado por una fuerza y que la reacción del objeto ante ella guarda relación con una propiedad del objeto a la que llamó «masa». No hay escolar que no sepa que Newton enunció tres leyes del movimiento. La primera es una reformulación de un descubrimiento de Galileo: que no se requiere fuerza alguna para el movimiento constante, inmutado. La segunda ley es la que nos concierne aquí. Se centra en la fuerza, pero está inextricablemente emparejada con uno de los misterios de nuestro cuento: la masa. Y prescribe cómo la fuerza cambia el movimiento.
Generaciones de libros de texto se las han visto y deseado con las definiciones y la coherencia lógica de la segunda ley de Newton, que se escribe así: F = ma. Efe es igual a eme a, o la fuerza es igual a la masa multiplicada por la aceleración. En esta ecuación, Newton no define ni la fuerza ni la masa, así que no está claro si representa una definición o una ley de la física. Sin embargo, viéndoselas con la fórmula se llega, de alguna forma, a la más útil ley de la física que se haya concebido. Esta simple ecuación tiene un poder sobrecogedor y, pese a su inocente aspecto, resolverla puede costar Dios y ayuda. ¡Ajjj! ¡Ma-te-má-ti-cas! No os preocupéis, sólo hablaremos de ellas, no las haremos. Además, esta útil prescripción es la clave del universo mecánico, así que hay razones para que nos quedemos con ella. (Veremos dos fórmulas newtonianas. Para nuestros propósitos, llamemos a ésta fórmula I.)
¿Qué es a? Es la mismísima magnitud, la aceleración, que Galileo definió y midió en Pisa y en Padua. Puede ser la aceleración de cualquier objeto, una piedra, la lenteja de un péndulo, un proyectil de vertiginosa y amenazadora belleza o la nave espacial Apolo. Si no le ponemos límites al dominio de nuestra pequeña ecuación, a representará el movimiento de los planetas, las estrellas o los electrones. La aceleración es la medida del cambio de la velocidad en el tiempo. El pedal del acelerador de vuestro coche lleva el nombre apropiado. Si pasáis de 20 a 60 kilómetros por hora en 5 minutos, habréis conseguido cierto valor de a. Si pasáis de 0 a 90 kilómetros por hora en 10 segundos, habréis conseguido una aceleración mucho mayor.
¿Qué es m? A bote pronto, una propiedad de la materia. Se mide mediante la respuesta del objeto a una fuerza. Cuanto mayor sea m, menor será la respuesta (a) a la fuerza ejercida. A esta propiedad se le suele llamar inercia, y el nombre completo que se le da a m es «masa inercial». Galileo sacó a colación la inercia a fin de entender por qué un cuerpo en movimiento «tiende a preservar ese movimiento». Podemos, ciertamente, usar la ecuación para distinguir las masas. Aplíquese la misma fuerza —luego abordaremos a qué es la fuerza— a una serie de objetos, y úsense un cronómetro y una regla para medir el movimiento resultante, la cantidad a. Objetos con una m diferente tendrán una a diferente. Realícese una larga serie de experimentos de este estilo, en los que se compare la m de un gran número de objetos. Una vez los hayamos realizado con éxito, podremos fabricar arbitrariamente un objeto patrón, meticulosamente forjado en algún metal duradero. Imprímase en este objeto « 1,000 kilogramo» (esa es nuestra unidad de masa) y colóquese en una urna en la Oficina de Patrones de las mayores capitales del mundo (la paz mundial ayuda). Tendremos así una forma de atribuirle un valor, un número m, a cualquier objeto. Será, simplemente, un múltiplo o una fracción de nuestro patrón de un kilogramo.
Muy bien, es suficiente por lo que respecta a la masa, pero ¿qué es F? La fuerza. ¿Qué es eso? Newton decía que era «el empuje de un cuerpo sobre otro», el agente causal del cambio de movimiento. ¿No es nuestro razonamiento en cierta forma circular? Probablemente, pero no hay que preocuparse; podemos usar la ley para comparar las fuerzas que actúan sobre un cuerpo patrón. Ahora viene la parte interesante. Una naturaleza pródiga nos proporciona las fuerzas. Newton pone la ecuación. Recordad que la ecuación vale para cualquier fuerza. De momento conocemos cuatro fuerzas en la naturaleza. En los días de Newton los científicos empezaban a saber algo sólo de una de ellas, la gravedad. La gravedad hace que los objetos caigan, los proyectiles describan su movimiento, los péndulos oscilen. La Tierra entera, que atrae a todos los objetos que estén sobre su superficie o cerca de ella, genera la fuerza que explica la gran variedad de movimientos posibles e incluso la ausencia de movimiento.
Entre otras cosas, podemos usar F = ma para explicar la estructura de objetos estacionarios, la lectora sentada en su silla o, ejemplo más instructivo, subida en su báscula de baño. La Tierra tira de la lectora con una fuerza. La silla o la escalera la empujan hacia arriba con una fuerza igual pero opuesta. La suma de las dos fuerzas sobre la lectora es cero, y no hay movimiento. (Todo esto pasa una vez ha salido a la calle y comprado este libro.) La báscula dice lo que cuesta anular el tirón de la gravedad: 60 kilogramos o, en las naciones de poca cultura, que todavía no han adoptado el sistema métrico, 132 libras. «¡Oh-dios-mío!, la dieta empieza mañana.» Es la fuerza de la gravedad, que actúa sobre la lectora. A eso es a lo que llamamos «peso», a la atracción, simplemente, de la gravedad. Newton sabía que el peso cambia, ligeramente en un valle profundo o en una montaña, mucho en la Luna. Pero la masa, la materia de que estáis hechos, lo que resiste a la fuerza, no cambia.
Newton no sabía que las atracciones y empujes de suelos, sillas, cuerdas, muelles, vientos y aguas son fundamentalmente eléctricos. No importa. El origen de la fuerza no afectaba a la validez de su famosa ecuación. Con ella cabía analizar los muelles, los bates de críquet, las estructuras mecánicas, la forma de una gota de agua o de la propia Tierra. Dada la fuerza, podemos calcular el movimiento. Si la fuerza es nula, el cambio de la velocidad también; es decir, el cuerpo sigue moviéndose a velocidad constante. Si se tira una pelota hacia arriba, su velocidad decrecerá hasta que, en el apogeo de su trayectoria, pare, y a partir de ese momento bajará con velocidad constante. Es la fuerza de la gravedad la que hace que sea así, porque apunta hacia abajo. Lanzad una bola al campo de béisbol. ¿Cómo nos explicamos el gracioso arco que describe? Descomponemos el movimiento en dos partes, una parte ascendente-descendente y una parte horizontal (indicada por la sombra de la bola en el suelo). En la parte horizontal no hay fuerzas (como Galileo, debemos despreciar la resistencia del aire, que es un pequeño factor de complicación). Por lo tanto, la velocidad del movimiento horizontal es constante. Verticalmente, tenemos el ascenso y luego el descenso hacia el guante del jugador. ¿El movimiento compuesto? ¡Una parábola! ¡Ea! Otra vez Él, demostrando su dominio de la geometría.
Suponiendo que sepamos la masa de la bola y que podamos medir su aceleración, su movimiento preciso se calculará gracias a F = ma. Su trayectoria está determinada: describirá una parábola. Pero hay muchas parábolas. Una bola a la que se batea con poca fuerza apenas llega al lanzador; un golpe poderoso obliga al recogedor central a correr hacia atrás. ¿Cuál es la diferencia? Newton llamaba a esas variables las condiciones de partida o iniciales. ¿Cuál es la velocidad inicial? ¿Cuál es la dirección inicial? La bola lo mismo sale derecha hacia arriba (en cuyo caso el bateador recibirá un coscorrón en la cabeza) que en una línea casi horizontal, con lo que caerá rápidamente al suelo. En todos los casos la trayectoria queda determinada por la velocidad y la dirección cuando empieza el movimiento, es decir, por las condiciones iniciales.

¡ESPERAD!

Ahora viene un punto profundamente filosófico. Dado un conjunto inicial para un cierto número de objetos y dado el conocimiento de las fuerzas que actúan en esos objetos, sus movimientos se pueden predecir… para siempre. El mundo, en la concepción de Newton, es predecible y determinado. Por ejemplo, suponed que todo está hecho en el mundo de átomos, raro pensamiento para sacarlo a relucir en la página 89 de este libro. Suponed que conocemos el movimiento inicial de cada uno de los miles y miles de millones de átomos, y suponed que conocemos la fuerza que actúa sobre cada átomo; suponed que algún ordenador cósmico, el padre de todos los ordenadores, pudiese calcular la localización futura de todos esos átomos. ¿Dónde estarán todos en algún instante futuro, por ejemplo en el Día de la Coronación? El resultado sería predecible. Entre esas miríadas de átomos habría un pequeño subconjunto llamado «lectora» o «Leon Lederman» o «el papa». Predicho, determinado…, con una libertad de elección que no sería sino una ilusión creada por una mente con un interés propio. La ciencia newtoniana era claramente determinista. Los filósofos posnewtonianos redujeron el papel del Creador a darle cuerda al mecanismo del universo y ponerlo en acción. Por lo tanto, el universo podía funcionar muy bien sin Él. (Puede que cabezas más frías que aborden estos problemas en los años noventa lo pongan en duda.)
El impacto de Newton en la filosofía y la religión fue tan profundo como su influencia en la física. Y todo a partir de esa ecuación clave, F→ = ma→ Las flechas le recuerdan al estudiante que las fuerzas y las aceleraciones consiguientes apuntan en alguna dirección. Muchas magnitudes —la masa, la temperatura, el volumen, por ejemplo— no apuntan en el espacio a ninguna dirección. Pero los «vectores», las magnitudes del estilo de la fuerza, la velocidad y la aceleración, llevan todas pequeñas flechas.
Antes de que dejemos «Efe es igual a eme a», detengámonos un poco considerando su poder. Es la base de las ingenierías mecánica, civil, hidráulica y acústica, entre otras; sirve para entender la tensión superficial, el paso de los fluidos por las cañerías, la acción capilar, la deriva de los continentes, la propagación del sonido por el aire y por el acero, la estabilidad de estructuras como la torre Sears o uno de los puentes más maravillosos que hay, el Bronx-Whitestone Bridge, que se arquea graciosamente sobre las aguas de la bahía de Pelham. De chico, iba en bicicleta de mi casa en la Manor Avenue a las costas de la bahía de Pelham, donde observaba la construcción de esta hermosa estructura. Los ingenieros que diseñaron el puente conocían profundamente la ecuación de Newton; ahora, con ordenadores cada vez más veloces, no deja de crecer nuestra capacidad de resolver problemas mediante F = ma. ¡Diste en el clavo, Isaac Newton!
Prometí tres leyes y sólo he dado dos. La tercera se formula diciendo que «la acción es igual a la reacción». Con mayor precisión, dice que si un objeto A ejerce una fuerza sobre un objeto B, B ejerce una fuerza igual y opuesta sobre A. El poder de esta ley es que se extiende a todas las fuerzas, no importa cómo se generen, sean gravitatorias, eléctricas, magnéticas u otras.

La F favorita de Isaac

El descubrimiento de Isaac N. que sigue en cuanto a profundidad a la segunda ley tiene que ver con la fuerza específica que él encontró en la naturaleza, la F, de la gravedad. Recordad que la F de la segunda ley de Newton sólo significa fuerza, una fuerza cualquiera. Cuando se escoge una concreta para enchufarla en la ecuación, hay que definirla, cuantificarla primero para que la ecuación funcione. Ello quiere decir, Dios nos ayude, que hace falta otra ecuación.
Newton enunció una expresión para F (la gravedad) —es decir, para los casos en que la fuerza pertinente es la gravedad—, la ley universal de la gravitación. La idea es que todos los objetos ejercen fuerzas gravitatorias los unos sobre los otros que dependen de las distancias que los separen y de cuánta «pasta» contenga cada uno. ¿Pasta? Esperad un minuto. Aquí se notó la inclinación de Newton hacia la teoría atómica. Razonaba que la fuerza de la gravedad actúa sobre todos los átomos del objeto, no sólo, por ejemplo, sobre los de la superficie. La Tierra y la manzana ejercen la fuerza como un todo. Cada átomo de la Tierra atrae a cada átomo de la manzana. Y también, hemos de añadir, la manzana ejerce la fuerza sobre la Tierra; hay aquí una simetría terrible, pues la Tierra ha de elevarse infinitesimalmente hacia la manzana. El atributo de «universal» con que se califica la ley quiere decir que esa fuerza está en todas partes. Es también la fuerza de la Tierra sobre la Luna, del Sol sobre Marte, del Sol sobre Proxima Centauri, la estrella que más cerca está de él, a unos 5.000.000.000.000.000 kilómetros. En pocas palabras, la ley de la gravedad de Newton se aplica a todos lo objetos estén donde estén. La fuerza se extiende, disminuyendo conforme a la distancia que separe a los cuerpos. Los estudiantes aprenden que es una «ley de la inversa del cuadrado», lo que quiere decir que la fuerza se debilita según el cuadrado de la distancia. Si la separación de los dos objetos se duplica, la fuerza se debilita hasta no ser más que una cuarta parte de lo que fue; si la distancia se triplica, la fuerza disminuye hasta convertirse en un noveno, y así sucesivamente.

¿Qué empuja hacia arriba?

Como ya he mencionado, la fuerza también apunta hacia alguna parte; hacia abajo en el caso de la gravedad sobre la superficie de la Tierra, por ejemplo. ¿Cuál es la naturaleza de la contrafuerza, de la fuerza «hacia arriba», de la acción de la silla en el trasero de quien se sienta en ella, del impacto del bate de madera en la pelota o del martillo en el clavo, del empuje del gas helio que expande el globo, la «presión» del agua que impulsa un trozo de madera hacia arriba si por la fuerza se le sumerge, el «boing» que le hace botar a uno cuando se tiende en un somier, la deprimente incapacidad de atravesar las paredes que la mayoría padecemos? La respuesta, sorprendente, casi chocante, es que todas esas fuerzas «hacia arriba» son manifestaciones de la fuerza eléctrica.
Esta idea puede parecer extraña al principio. Al fin y al cabo, no notamos que haya cargas eléctricas que nos empujen hacia arriba cuando nos subimos a la báscula o nos sentamos en el sofá. La fuerza es indirecta. Como hemos aprendido de Demócrito (y de los experimentos del siglo XX), en la materia casi todo es espacio vacío y nada hay que no esté hecho de átomos. La fuerza eléctrica mantiene unidos los átomos y explica la rigidez de la materia. (La resistencia de los cuerpos a la penetración tiene también que ver con la mecánica cuántica.) Esta fuerza es muy poderosa. En una pequeña báscula de baño metálica hay la suficiente para equilibrar la gravedad de la Tierra entera. Por otra parte, no se os ocurriría poneros de pie en medio de un lago o saltar de vuestro balcón en un décimo piso. En el agua, y especialmente en el aire, los átomos están demasiado separados para que ofrezcan el tipo de rigidez que equilibraría vuestro peso.
Comparada con la fuerza eléctrica que mantiene unida a la materia y le da su rigidez, la fuerza gravitatoria es debilísima. ¿Cuánto? En la clase de física que doy hago el siguiente experimento. Cojo una pieza de madera, digamos que de dos por cuatro y unos treinta centímetros de largo, y dibujo una línea a su alrededor, por la mitad. Levanto la pieza verticalmente y le pongo a la parte de arriba el nombre de «top» y a la de abajo el de «bot». Agarrando top, levanto la pieza y pregunto: «¿Por qué bot se mantiene en el aire cuando la Tierra entera tira de ella?». Respuesta: «Está firmemente unida a top por las fuerzas eléctricas cohesivas de los átomos de la madera. A top la sujeta Lederman». Correcto.
Para hacerse una idea de hasta qué punto la fuerza eléctrica con la que top tira de bot es mayor que la fuerza gravitatoria (la Tierra que tira de bot), corto con una sierra la madera por la mitad siguiendo la línea divisoria. (Siempre he querido ser un maestro de taller.) En ese momento reduzco con mi sierra las fuerzas eléctricas que top ejercía sobre bot a, en esencia, nada. Ahora, a punto de caer al suelo la mitad inferior de la pieza de dos por cuatro, hay un tira y afloja por ella. Top, la mitad superior, contrarrestado su poder eléctrico por la sierra, tira aún hacia arriba de bot mediante su fuerza gravitatoria. La Tierra tira hacia abajo de bot con la suya. Adivinad quién gana. La mitad inferior de la pieza de dos por cuatro cae al suelo. Mediante la ecuación de la ley de la gravedad, podemos calcular la diferencia entre las dos fuerzas gravitatorias. Resulta que la gravedad de la Tierra sobre bot gana porque es más de mil millones de veces más fuerte que la gravedad de top sobre bot. (Fiaos de mí en esto.) Conclusión: la fuerza eléctrica de top sobre bot antes de que la sierra empezase a cortar era por lo menos mil millones de veces más intensa que la gravedad de top sobre bot. Esto es lo mejor que puedo hacer en un aula. El número real es 1041, o ¡un 1 seguido de cuarenta y un ceros! Escribámoslo:

100.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000

No cabe hacerse una idea del número 1041, no hay forma, pero quizá esto sirva de algo. Pensad en un electrón y un positrón separados décimas de milímetros. Calculad su atracción gravitatoria. Calculad ahora a qué distancia deberían estar para que su fuerza eléctrica se redujese al valor de su atracción gravitacional. La respuesta es: cerca de quinientos billones de kilómetros (cincuenta años-luz). En este cálculo se presupone que la fuerza eléctrica decrece con el cuadrado de la distancia, lo mismo que la fuerza gravitatoria. ¿Sirve esto de algo? La gravedad domina los muchos movimientos que Galileo empezó a estudiar porque no hay ni una pizca de la Tierra que no atraiga a las cosas que estén cerca de la superficie. En el estudio de los átomos y de los objetos más pequeños, el efecto gravitatorio es demasiado pequeño para que se pueda percibirlo. En muchos otros fenómenos, la gravedad carece de importancia. Por ejemplo, en la colisión de dos bolas de billar (a los físicos les encantan las colisiones en cuanto herramientas del conocimiento), la influencia de la Tierra se elimina realizando el experimento en una mesa. Entonces sólo quedan las fuerzas horizontales que intervienen cuando las bolas chocan.

El misterio de las dos masas

La ley universal de la gravitación de Newton proporcionó la F en todos los casos donde la gravitación cuenta. Ya dije que escribió su F de manera que la fuerza de cualquier objeto, la Tierra, por ejemplo, sobre cualquier otro, la Luna, por ejemplo, dependiera de la «pasta gravitatoria» contenida en la Tierra multiplicada por la que contenga la Luna. Para cuantificar esta profunda verdad, Newton enunció otra fórmula, en torno a la cual hemos estado revoloteando. Explicada con palabras, la fuerza de la gravedad entre dos objetos cualesquiera, llamémoslos A y B, es igual al producto de cierta constante numérica (que se suele denotar con el símbolo G), la pasta en A (denotémosla con MA) y la pasta en B (MB), todo ello dividido por el cuadrado de la distancia entre el objeto A y el objeto B. En símbolos:

F = G x
MA x MB

R2

La llamaremos fórmula II. Hasta quienes sean anuméricos hasta la médula reconocerán la economía que supone nuestra fórmula. Para ser más concretos, suponed que A es la Tierra y B la Luna, si bien en la poderosa síntesis de Newton la fórmula se aplica a todos los cuerpos. Una ecuación específica para ese sistema de dos cuerpos tendría este aspecto:

F = 
MTierra x MLuna

R2

La distancia entre la Tierra y la Luna, R, es de unos 380.000 kilómetros. La constante G, por si queréis saberlo, es 6,67 x 10—11 en las unidades que miden las M en kilogramos y R en metros. Esta constante, conocida con precisión, mide la intensidad de la fuerza gravitatoria. No hace falta que os acordéis de memoria de este número, ni siquiera que lo tengáis muy en cuenta. Observad sólo que el —11 quiere decir que es muy pequeño. F llega a ser verdaderamente significativa sólo cuando al menos una de las M es enorme, la «pasta» entera de que está hecha la Tierra, por ejemplo. Si un Creador vengativo pudiese hacer G igual a cero, la vida llegaría a su fin muy deprisa. La Tierra tiraría por una tangente de su órbita elíptica alrededor del Sol, y el calentamiento global se invertiría de forma espectacular.
Lo apasionante es M, lo que llamamos masa gravitatoria. Dije que mide la cantidad de pasta en la Tierra y en la Luna, la pasta que, según nuestra fórmula, crea la fuerza de la gravedad. «Espere un segundo», oigo a alguien gruñir en la fila de atrás. «Usted tiene ahora dos masas. La masa (m) en F = ma (fórmula I) y la masa (M) en nuestra fórmula II nueva. ¿Qué pasa?». Muy perceptivo. Más que un desastre, es un problema a resolver.
Llamemos a estos dos tipos diferentes de masas la M mayúscula y la m minúscula. La M mayúscula es la pasta gravitatoria de un objeto, la que atrae a otro objeto. La m minúscula es la masa inercial, la pasta de un objeto que resiste a una fuerza y determina el movimiento resultante. Son dos atributos de la materia completamente diferentes. La perspicacia de Newton le hizo comprender que los experimentos efectuados por Galileo (¡acordaos de Pisa!) y muchos otros sugerían fuertemente que M = m. La pasta es exactamente igual a la masa inercial que aparece en la segunda ley de Newton.

El hombre con dos diéresis

Newton no sabía por qué esas dos magnitudes eran iguales; se limitó a darlo por bueno. Hasta hizo algunos experimentos inteligentes para estudiar su igualdad. Sus experimentos mostraron que eran iguales por lo menos hasta el 1 por 100; es decir, M/m = 1,00, o: M dividido por m da un 1 con dos decimales. Más de doscientos años después, se mejoró extraordinariamente este número. Entre 1888 y 1922, un noble húngaro, el barón Roland Eötvös, en una serie increíblemente inteligente de experimentos en los que usó péndulos con lenteja de aluminio, cobre, madera y otros materiales, demostró que la igualdad de esas dos propiedades de la materia tan diferentes era cierta con una precisión mejor que cinco partes en mil millones. Con matemáticas, se escribe así: M(gravedad) / m(inercia) = 1,000.000.000 más o menos 0,000.000.005. Es decir, está entre 1,000.000.005 y 0,999 999 995.
Hoy hemos confirmado esa razón hasta más de doce ceros tras la coma decimal. Galileo demostró en Pisa que dos esferas diferentes caen a la misma velocidad. Newton enseñó por qué. Como la M mayúscula es igual a la m minúscula, la fuerza de la gravedad es proporcional a la masa del objeto. Puede que la masa gravitatoria (M) de una bala de cañón sea mil veces la de una bola de un rodamiento. Esto significa que la fuerza gravitatoria sobre ella será mil veces mayor. Pero también significa que su masa inercial (m) reunirá una resistencia a la fuerza mil veces mayor que la opuesta por la masa inercial de la bola del rodamiento. Si se dejan caer estos dos objetos desde la torre, los dos efectos se anulan. La bala de cañón y la bola del rodamiento dan en el suelo a la vez.
La igualdad de M y m era una coincidencia increíble, y atormentó a los científicos durante siglos. Fue el análogo clásico del 137. Y en 1915 Einstein incorporó esta «coincidencia» a una profunda teoría, la teoría de la relatividad general.
Las investigaciones del barón Eötvös sobre M y m fueron su trabajo científico más aclamado, pero no, en absoluto, su mayor contribución a la ciencia. Entre otras cosas, fue un pionero de la ortografía. ¡Dos diéresis! Mayor importancia tuvo el interés que sintió por la educación de la ciencia y la formación de los profesores de enseñanza media, tema que me es cercano y querido. Los historiadores han señalado que los esfuerzos educativos del barón Eötvös condujeron a una explosión del genio: en la era Eötvös surgieron en Budapest lumbreras del calibre de los físicos Edward Teller, Eugene Wigner y Leo Szilard y del matemático John von Neumann. La producción de los científicos y matemáticos húngaros a principios del siglo XX fue tan prolífica que muchos observadores, por lo demás en sus cabales, creían que Budapest había sido colonizada por los marcianos conforme a un plan para infiltrarse en el planeta y controlarlo.
Los vuelos espaciales son una ilustración espectacular de la obra de Newton y Eötvös. Todos hemos visto el vídeo de la cápsula espacial: el astronauta suelta su bolígrafo, y éste flota cerca de él, en una exhibición deliciosa de «ingravidez». Por supuesto, el hombre y su bolígrafo no son en realidad ingrávidos. La fuerza de la gravedad sigue actuando. La Tierra tira de la masa gravitatoria de la cápsula, del astronauta y del bolígrafo. Mientras, las masas inerciales determinan el movimiento, como dicta la fórmula I. Como las dos masas son iguales, el movimiento es el mismo para todos los objetos. Los astronautas, el bolígrafo y la cápsula se mueven juntos en una danza ingrávida.
Otro enfoque consiste en considerar que el astronauta y el bolígrafo están en caída libre. Mientras la cápsula orbita alrededor de la Tierra, está, en realidad, cayendo hacia la Tierra. Orbitar no es otra cosa. La Luna, en cierto sentido, cae hacia la Tierra; si no llega a ella nunca es porque la superficie esférica de la Tierra está cayendo a la misma velocidad. Si nuestro astronauta está en caída libre y su bolígrafo también, entonces ambos se encuentran en la misma situación que los dos pesos que se dejan caer de la torre inclinada. En la cápsula o en caída libre, si el astronauta pudiese apañárselas para mantenerse sobre una báscula, leería cero.
De ahí que se diga lo de «ingrávido». En realidad, la NASA usa la técnica de la caída libre para entrenara los astronautas. En las simulaciones de la ingravidez, se lleva a los astronautas a una gran altura en un reactor, y éste describe una serie de unas cuarenta parábolas (otra vez esa figura). En la parte de la parábola que corresponde a la zambullida, los astronautas experimentan la caída libre… la ingravidez. (No sin cierta incomodidad, sin embargo. Al avión se le conoce, de manera oficiosa, como la «cometa del vómito».)
Cosas de la era espacial. Pero Newton sabía todo lo que hay que saber acerca del astronauta y su bolígrafo. Si retrocedierais al siglo XVII, os contaría qué iba a pasar en el transbordador espacial.

El gran sintetizador

Newton llevaba en Cambridge una vida de semirreclusión; hacía frecuentes visitas a la finca familiar en Linconshire. Casi todas las demás grandes mentes científicas de Inglaterra se pasaban por entonces la vida en Londres. De 1684 a 1687 trabajó laboriosamente en la que iba a ser su obra magna, los Philosophiae Naturalis Principia Magna. Esta obra sintetizó todos sus estudios previos sobre matemáticas y mecánica, buena parte de los cuales habían sido incompletos, tentativos, ambivalentes. Los Principia fueron una sinfonía completa, que abarcaba enteros veinte años de esfuerzos.
Para escribir los Principia, Newton tuvo que volver a calcular, a pensar, a revisar, y hubo de tener en cuenta nuevos datos —sobre el paso de los cometas, las lunas de Júpiter y Saturno, las mareas del estuario del Támesis y muchas otras cosas—. Ahí fue donde empezó a insistir en el espacio y el tiempo absolutos y expresó con rigor sus tres leyes del movimiento. Ahí desarrolló el concepto de masa como la cantidad de «pasta» contenida en un cuerpo: «La cantidad de materia es la que se origina conjuntamente de su densidad y su envergadura».
Este frenesí de producción creativa tenía sus efectos secundarios. Según el testimonio de un asistente que vivía con él:

Tanta es la concentración, tanta la seriedad de sus estudios, que come muy frugalmente, más aún, que a veces se olvida por completo de comer … En las raras ocasiones en que decidía almorzar en el salón … salía a la calle, se paraba, se daba cuenta de su error, se apresuraba a volver y, en vez de dirigirse al salón, volvía a sus habitaciones … Había ocasiones en que se ponía a escribir en el escritorio de pie, sin concederse a sí mismo la distracción de acercar una silla.

A tal punto llega la obsesión del científico creador.
Los Principia cayeron sobre Inglaterra, sobre Europa en realidad, como una bomba. Los rumores acerca de la publicación se difundieron con rapidez, aun antes de que saliese de las prensas. Entre los físicos y los matemáticos, la reputación de Newton ya era grande. Los Principia le catapultaron a la leyenda y atrajeron sobre él la atención de filósofos como John Locke y Voltaire. Fue un exitazo. Discípulos y acólitos, e incluso críticos tan eminentes como Christian Huygens y Gottfried Leibniz se unieron en la alabanza del alcance y la profundidad asombrosos de la obra. Su archirrival, Robert «Retaco» Hooke, rindió a los Principia de Newton el cumplido supremo al asegurar que eran un plagio de los trabajos del propio Hooke.
La última vez que visité la Universidad de Cambridge pedí que me dejaran ver una copia de los Principia; esperaba hallarla dentro de una urna de cristal, en una atmósfera de helio. Pero no, ahí estaba, la primera edición, ¡en la estantería de la biblioteca de física! Un libro que cambió la ciencia.
¿De dónde sacó Newton su inspiración? Había, también en este caso, una sustanciosa literatura sobre el movimiento planetario, incluidos algunos trabajos de Hooke muy sugerentes. Lo más probable es que estas fuentes le influyeran tanto como el poder de la intuición, según sugiere la vetusta historia de la manzana: Newton, se cuenta en ella, vio caer una manzana; la tarde se acababa; en el cielo apuntaba ya la Luna. Ese fue el nexo. La Tierra ejerce su atracción gravitatoria sobre la manzana, un objeto terrestre, pero la fuerza sigue y llega hasta la Luna, objeto celeste. La fuerza hace que la manzana caiga al suelo. Y que la Luna dé vueltas alrededor de la Tierra. Newton hizo actuar a sus ecuaciones, y todo quedó claro. A mediados de la década de 1680 Newton había combinado la mecánica celeste y la terrestre. La ley universal de la gravitación explicaba la intrincada danza del sistema solar, las mareas, el agrupamiento de las estrellas en galaxias, el agrupamiento de las galaxias en cúmulos, las visitas infrecuentes pero predecibles del cometa Halley y más. En 1969, la NASA envió tres hombres a la Luna en un cohete. El equipo requirió una tecnología de la era espacial, pero las ecuaciones fundamentales que se programaron en los ordenadores de la NASA para trazar la trayectoria de ida y vuelta a la Luna tenían trescientos años. Todas de Newton.

El problema de la gravedad

Hemos visto que a escala atómica, digamos que en el caso de la fuerza de un electrón sobre un protón, la fuerza gravitatoria es tan pequeña que nos haría falta un 1 seguido de cuarenta y un ceros para expresar su debilidad. Eso es… ¡débil! A escala macroscópica, la ley del inverso del cuadrado queda verificada por la dinámica de nuestro sistema solar. También se la puede comprobar en el laboratorio, pero con una gran dificultad, mediante una balanza sensible de torsión. Pero el problema que plantea la gravedad en los años noventa es el que sea la única de las cuatro fuerzas conocidas que no concuerda con la mecánica cuántica. Como se ha dicho antes, hemos descubierto partículas portadoras de fuerza asociadas a las interacciones débil, fuerte y electromagnética. Pero se nos escapa una partícula que esté relacionada con la gravedad. Le hemos dado un nombre al hipotético vehículo de la fuerza de la gravedad —gravitón—, pero no lo hemos detectado todavía. Se han construido dispositivos grandes y sensibles para detectar las ondas de gravedad que han de generar, allá por el espacio, los sucesos astronómicos catastróficos (una supernova, por ejemplo, un agujero negro que se come una estrella desafortunada o la improbable colisión de dos estrellas de neutrones). No se ha conseguido todavía. Pero la búsqueda sigue.
La gravedad es nuestro problema número uno a la hora de combinar la física de partículas y la cosmología. En esto somos un poco como los antiguos griegos, a la espera, atentos a que ocurra algo, incapaces de experimentar. Si pudiésemos machacar una estrella contra otra en vez de dos protones, veríamos realmente algunos fenómenos. Si los cosmólogos tienen razón y la del big bang es de verdad una buena teoría —y hace poco, en una reunión, me han asegurado que aún lo es—, hubo una fase al principio del universo en la que todas las partículas se encontraban en un espacio muy pequeño. La energía por partícula era enorme. La fuerza gravitatoria, intensificada por toda esa energía, que es equivalente a la masa, era una fuerza respetable en el dominio del átomo. La teoría cuántica rige al átomo. Si no introducimos la fuerza gravitatoria en la familia de las fuerzas cuánticas, nunca conoceremos los detalles del big bang ni, en realidad, la estructura más profunda de las partículas elementales.

Isaac y sus átomos

La mayoría de los estudiosos de Newton coincide en que él creía que la materia estaba formada por partículas. La gravedad fue la única fuerza que Newton trató matemáticamente. Razonaba que la fuerza entre los cuerpos, sean la Tierra y la Luna o la Tierra y una manzana, tiene que ser consecuencia de la fuerza entre las partículas que los constituyen. Me atrevo a conjeturar que la invención por Newton del cálculo guarda alguna relación con su creencia en los átomos. Para conocer la fuerza que hay entre la Tierra y la Luna, hay que aplicar nuestra fórmula II. Pero ¿qué valor le damos a R, la distancia entre la Tierra y la Luna? Si la Tierra y la Luna fuesen muy pequeñas, no habría problema alguno en asignarle un valor a R. Sería la distancia entre los centros de los objetos. Sin embargo, sabemos cómo la fuerza de una partícula muy pequeña de la Tierra afecta a la Luna, y sumar todas las fuerzas de todas las partículas requiere la invención del cálculo integral, que es un procedimiento para la suma de un número infinito de infinitesimales. Y lo cierto es que Newton inventó el cálculo en y alrededor de ese año famoso, 1666, durante el cual se encontró, como dijo él mismo, en un estado «notablemente apropiado para la invención».
En el siglo XVII, las pruebas observacionales a favor del atomismo eran escasísimas. En los Principia, Newton dice que hemos de extrapolar a partir de las experiencias sensibles para entender cómo obran las partículas microscópicas que componen los cuerpos: «Como la dureza del todo dimana de la dureza de las partes, nosotros… inferimos con justeza la dureza de las partículas individidas, y no sólo de las de los cuerpos que percibimos, sino de las de todos los demás».
Sus investigaciones sobre la óptica le llevaron, como a Galileo, a suponer que la luz estaba formada por corpúsculos. Al final de su libro Opticks repasaba las ideas que entonces había sobre la luz y se atrevía a dar este paso anonadante:

¿No tienen las Partículas de los Cuerpos ciertos poderes, Virtudes o Fuerzas por los cuales actúan a distancia, no sólo sobre los rayos de luz para reflejarlos, refractarlos o doblarlos, sino también las unas sobre las otras para producir una gran parte de los fenómenos de la naturaleza? Pues es bien sabido que los cuerpos actúan los unos sobre los otros mediante las Atracciones de la Gravedad, Magnetismo y Electricidad, y estos casos muestran el tenor y curso de la naturaleza y hacen que no sea improbable que quizá haya más poderes atractivos que ésos … otros que se extiendan hasta distancias pequeñas aunque por ahora no se los haya observado; y quizás las atracciones eléctricas puedan extenderse hasta distancias pequeñas aun sin que las excite la fricción (la cursiva es mía).

Aquí hay presciencia, penetración e incluso, si queréis, indicios de la gran unificación, el Santo Grial de los físicos en los años noventa. ¿No llamaba Newton ahí a una búsqueda de fuerzas en el interior del átomo, las que hoy conocemos como interacciones fuerte y débil? ¿Fuerzas que sólo actúen a «distancias pequeñas», al contrario que la gravedad? Escribía a continuación:

Considerando todo esto, me parece probable que Dios formase al Principio la materia en la forma de partículas sólidas, con masa, duras, impenetrables, móviles… y al ser sólidas estas partículas primitivas… tan durísimas que nunca se desgasten o descompongan, no habiendo poder ordinario que pueda dividir lo que Dios Mismo hizo uno en la creación primera.

Las pruebas eran débiles, pero Newton les marcó a los físicos un rumbo cuyo sinuoso derrotero habría de encaminarse sin cesar hacia el micromundo de los quarks y los leptones. La búsqueda de una fuerza extraordinaria que dividiese «lo que Dios Mismo hizo uno» es hoy la frontera activa de la física de partículas.

Una sustancia fantasmagórica

En la segunda edición de Opticks, Newton defendió sus conclusiones en una serie de Queries, de cuestiones. Son tan perceptivas —y tan abiertas— que uno puede encontrar en ellas lo que quiera. Pero creer que Newton podría haber anticipado, de una manera profundamente intuitiva, la dualidad onda-partícula de la mecánica cuántica no estaría tan traído por los pelos. Una de las ramificaciones más inquietantes de la teoría de Newton es el problema de la acción a distancia. La Tierra tira de una manzana. Cae al suelo. El Sol tira de los planetas y éstos orbitan elípticamente. ¿Cómo? ¿Cómo pueden dos cuerpos, sin nada entre ellos salvo el espacio, transmitirse mutuamente una fuerza? Un modelo por entonces en boga proponía la hipótesis de un éter, cierto medio invisible e insustancial que impregnase el espacio entero, por medio del cual el objeto A pudiese hacer contacto con el objeto B.
Como veremos, James Clerk Maxwell tomó la idea del éter para que llevase sus ondas electromagnéticas. Esta idea fue destruida por Einstein en 1905. Pero como los de Paulina, los peligros del éter van y vienen, y hoy creemos que en una versión nueva del éter (en realidad el vacío de Demócrito y Anaximandro) es donde se esconde la Partícula Divina.
Newton acabó por rechazar la noción de que hubiese un éter. Su concepción atomista habría requerido un éter hecho de partículas, lo que le parecía objetable. Además, el éter habría de transmitir fuerzas sin estorbar el movimiento de, por ejemplo, los planetas en sus órbitas inviolables.
El siguiente párrafo de los Principia ilustra la actitud de Newton:

Hay una causa sin la cual esas fuerzas motivas no se propagarían por todas las partes de los espacios; sea esa causa un cuerpo central (un imán en el centro de la fuerza magnética, por ejemplo) u otra cosa que no haya aparecido aún. Pues he tomado el designio de dar sólo una noción matemática de estas fuerzas, sin entrar en sus causas y acciones.

Al oír esto, el público, si estuviera formado por físicos que asisten a un seminario actual, se pondría de pie y aplaudiría, pues Newton atina con la idea, muy moderna, de que una teoría se comprueba cuando concuerda con el experimento y la observación. Entonces, ¿y qué si Newton (y sus admiradores de hoy) no saben el porqué de la gravedad? ¿Qué crea la gravedad? Será una cuestión filosófica hasta que alguien muestre que la gravedad es una consecuencia de un concepto más profundo, una simetría, quizá, de un espacio-tiempo de más dimensiones.
Basta de filosofía. Newton hizo que nuestra persecución del á-tomo avanzara enormemente al establecer un sistema riguroso de predicción y síntesis que se podía aplicar a un vasto conjunto de problemas físicos. A medida que estos principios se fueron difundiendo, tuvieron, como hemos visto, una influencia profunda en artes prácticas como la ingeniería y la tecnología. La mecánica newtoniana y sus nuevas matemáticas son verdaderamente la base de una pirámide sobre la cual se construyen todos los pisos de las ciencias físicas y de la tecnología. Su revolución supuso un cambio de perspectiva en el pensamiento humano. Sin ese cambio, no habría habido ni revolución industrial ni persecución sistemática y continua de un conocimiento y una tecnología nuevos. Esto marca la transición de una sociedad estática que espera que las cosas ocurran a una sociedad dinámica que quiere conocer, sabedora de que conocer significa controlar. Y la impronta newtoniana supuso para el reduccionismo un poderoso empuje.
Las contribuciones de Newton a la física y a las matemáticas y su adhesión a un universo atomístico están claramente documentadas. Lo que aún permanece neblinoso es el influjo que en su obra científica tuvo su «otra vida», sus extensas investigaciones alquímicas y su devoción por la filosofía religiosa ocultista, sobre todo por las ideas herméticas que se remontan a la antigua magia sacerdotal egipcia. Estas actividades fueron en muy gran medida subrepticias. Profesor lucasiano en Cambridge (Stephen Hawking es quien hoy ocupa esa cátedra) y luego miembro de los círculos políticos londinenses, Newton no podía dejar que su devoción a esas prácticas religiosas subversivas fuese conocida, pues ello le habría puesto en una situación sumamente embarazosa, si es que no hubiese supuesto su total desgracia.
Podemos dejar a Einstein el último comentario sobre la obra de Newton:

Newton, perdóname; encontraste el camino que, en tu época, era casi el único posible para un hombre del más alto pensamiento y poder creativo. Los conceptos que creaste aún guían nuestro pensamiento físico, pero ahora sabemos que tendrán que ser reemplazados por otros muy alejados de la esfera de la experiencia inmediata, si nuestro propósito es un conocimiento más hondo de las relaciones existentes.


[1]     El 21 de octubre de 1993, el Congreso de los Estados Unidos decidió que no siguiese adelante la construcción del Supercolisionador. El túnel estaba excavado sólo a medias; el acelerador, pues, no llegará a existir. La edición en inglés llegó a las prensas antes de saberse la noticia.
[2] En abril de 1994 se anunció la detección de doce probables sucesos de quark top en el detector CDF del Fermilab, pero cabía la posibilidad de que se debieran al ruido de fondo. El 2 de marzo de 1995, loa grupos de ese detector y de su competidor en el propio Fermilab, el D0, anunciaron ya en firme la detección de 43 y 17 sucesos de quark top.

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